Anafi
Recuerda, ¿cómo sería posible olvidarlo?, el momento
en que la vio por primera vez. Hasta entonces, había sido solo una foto
(un rostro) y algunos intercambios de mensajes formales. Cuando el rostro se
hizo de carne y hueso y adquirió cuerpo y movimiento, se dio cuenta de que era
más hermosa que en la foto y estaba envuelta en un aire de misterio que le
pareció intrigante. Se despidieron tres días después —el trabajo que la había
traído a su ciudad había concluido—, con una intensidad levemente superior a la
habitual en su último abrazo —que, sin embargo, fue suficiente para provocarle
un sutil escalofrío— y una mirada (la de ella) que en nada
recordaba a la mirada profesional que le había dedicado el primer
día. Comprendió que algo más le estaba ocurriendo cuando, al día siguiente, no
solo no pudo sacársela de la cabeza ni un instante, sino que, sin proponérselo,
se había convertido en la mejor versión de sí mismo: no discutía con sus paisanos en la calle, no maldecía el calor, las exigencias de sus
hijos no le parecían descabelladas, no perdía la calma en el habitual atasco de
la tarde, entraba a las tiendas sonriendo... Estaba claro: su mente estaba en
otra parte. Quería volver a verla (ella vivía muy lejos). Pasó muchos días, largos
meses, imaginando en su desbordante imaginación cosas que harían juntos cuando
se volvieran a encontrar. Recorrerían la ciudad en auto de
noche, bailarían abrazados en un concierto (dependiendo de los estímulos y la
hora del día, los grupos musicales variaban), se darían un baño nocturno con la
ropa puesta en Kavuri, saldrían con gente (que también variaba según las
exigencias del guion), se recostaría en su hombro a altas horas de la noche en
una plaza, disfrutando de su calor y de su acento.
Cuando por fin decidió llamarla para rogarle que
volviera a recorrer esos 11.000 kilómetros que separaban sus dos planetas,
había encontrado la palabra que le ayudaría a acortar camino.
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