Πέμπτη 5 Ιουλίου 2018

La autotraducción: una isla en el océano de la Traductología, por Alexandra Golfinopoulou


La traducción, siendo una actividad puente entre culturas, está afectada por las relaciones de poder existentes entre culturas y sistemas literarios. La teoría de los polisistemas desarrollada por Even-Zohar (1990) explica la interacción entre la literatura y los demás sistemas que estructuran cada sociedad, al igual que la función de la traducción en la realidad literaria y social de cada comunidad. El giro cultural que se manifestó en los Estudios de Traducción en la década de los noventa tuvo como consecuencia la proliferación de trabajos sobre los aspectos socioculturales de la traducción[1] y temas de ética, al igual que sobre el papel del traductor. Al mismo tiempo, muchos escritores importantes empiezan a traducir y escribir sobre la traducción – hecho que refleja la realidad de un mundo globalizado, en el que millones de personas se han tornado, por elección o necesidad, bilingües o multilingües (Bassnett, 2013: 14). En este contexto, según sostiene Bassnett (2013: 15), los Estudios de Traducción y el estudio de la Literatura Comparada empiezan a interesarse por el traductor/re-escritor y, en consecuencia, por los autores que escriben en más de una lengua – autores que podrían (o no) caracterizarse como «autotraductores».

1.1. Definición y estado de la cuestión

En nuestro intento de acercarnos teóricamente a la realidad actual de la autotraducción literaria, no podríamos sino empezar por algunas de las definiciones que se han dado al respecto. George Steiner se refería a la autotraducción en After Babel:

A peculiarly illuminating, intentional strangeness can result when a writer, particularly a lyric writer, translates his own work into a foreign language or is instrumental in such translation. [...] The writer makes a gift of his own work to another language yet seeks in the copy the primary lineaments of his own inspiration and, possibly, an enhancement or clarification of these lineaments through reproduction. Again, the mirror acts as independent witness, (1975: 336).

                Hace más de cuarenta años, Anton Popovič, en su Dictionary for the Analysis of Literary Translation, definió la autotraducción como «the translation of an original work into another language by the author himself», (1976: 19). Más adelante, Fitch definió el productο de la autotraducción como «texte produit par le processus de la traduction de soi, là où, l’auteur du texte-cible et celui du texte source sont une seule et unique personne», (1985: 111-112). La inclusión del término en el Dictionary of Translation Studies de Mark Shuttleworth y Moira Cowie, (1997: 13), marca un hito en el reconocimiento del mismo, añadiendo a la definición de Popovič la distinción que hace Koller entre autotraducción y traducción “verdadera” (“true” translation): «[…] the issue of FAITHFULNESS is different in the case of auto-translation, as the author-translator will feel justified in introducing changes into the text (1979/1992:197) where an ‘ordinary’ translator might hesitate to do so».
Por su parte, Rainier Grutman en la Routledge Encyclopedia of Translation Studies de Mona Baker define la autotraducción como «the act of translating one’s own writings into another language and the result of such an undertaking». Y añade: «Once thought to be a marginal phenomenon (as documented in Santoyo 2005), it has of late received considerable attention in the more culturally inclined provinces of translation studies», (2009: 257).
A partir del siglo XXI los estudios sobre la autotraducción empiezan a difundirse y muchos investigadores, al igual que autores que la practican, ofrecen su propia visión al respecto. En The Bilingual Text de Hokenson y Munson se ofrece la siguiente definición para el texto autotraducido (o bilingüe): « […] the bilingual text refers to the self-translated text, existing in two languages and usually in two physical versions, with overlapping content» y más adelante se define el autotraductor como «the bilingual writer who authors texts in one language and then translates them into the other», (2007: 12). Unos años más tarde, Hokenson define los autotraductores literarios como «artists of language who undertake to recreate fictions as artwork in a second language» (en Cordingley 2013: 45). Dasilva, por otra parte, reconoce la dificultad de dar una definición satisfactoria: 

[…] el fenómeno de la autotraducción escapa a una descripción única de naturaleza general. Efectivamente, consideramos que la autotraducción es un tipo de traducción poliforme en que intervienen diversos componentes, como entre otros el perfil del escritor, el concepto que el propio creador posee de la autotraducción o, en fin, la competencia técnica del autor como traductor en sí, (2010: 267).

Bassnett, por su parte, hace hincapié en la problemática del término en relación con el requisito de la existencia de un texto original, el cual no es siempre el caso cuando se trata de escritores bilingües:

The term ‘self-translation’ is problematic in several respects, but principally because it compels us to consider the problem of the existence of an original. The very definition of translation presupposes an original somewhere else, so when we talk about self-translation, the assumption is that there will be another previously composed text from which the second text can claim its origin. Yet many writers consider themselves as bilinguals and shift between languages, hence the binary notion of original – translation appears simplistic and unhelpful, (2013: 15).

Ahora bien, hasta hace relativamente pocos años, el fenómeno autotraductor estaba considerado como una acción marginal, «una especie de rareza cultural o literaria, residuo menor, rincón oscuro y apartado quizá de la Literatura Comparada, tal vez de los estudios de Traducción, acaso de la Lingüística Contrastiva», (Santoyo, 2005: 859). Bastaría mencionar solo unos ejemplos para darnos cuenta de la difusión de dicha opinión – tópico: Brian T. Fitch, escritor y profesor en la Universidad de Toronto afirmaba en su estudio Beckett and Babel: «Direct discussion or even mention of self-translation is virtually non-existent in writings on theory of translation», (1988: 21); el mismo Dictionary of Translation Studies de Mark Shuttleworth y Moira Cowie, (1997: 13), afirma que «little work has been done on autotranslation». Asimismo, había tanto autotraductores como estudiosos de la traducción que consideraban que la práctica misma de la autotraducción era una rareza: Antoine Berman, en L’Épreuve de l’étranger sostenía: «Pour nous, les auto-traductions sont des exceptions», (1984: 14); Raymond Federman, escritor y profesor en la Universidad de Nueva York apuntaba en 1996: «I also, at times, translate my own work either from English into French or viceversa. That self-translating activity is certainly not very common in the field of creative writing. In that sense then, I am somewhat of a phenomenon»[2].
No obstante, ha habido, por otra parte, algunos estudiosos de opinión bien distinta: «Indeed, self-translation is a much more widespread phenomenon that one might think», (Whyte, 2002: 64). Asimismo, según Santoyo, la autotraducción no es característica de la Europa renacentista, «sino característica en pleno siglo xx y xxi de Canadá y los Estados Unidos, de la India, España, Rusia, Irlanda, Francia o Sudáfrica, como característica lo ha sido igualmente en cualquier otro tiempo, desde la Edad Media», (2005: 859). Según nuestro punto de vista, la autotraducción se ha convertido en los dos últimos siglos en una actividad mucho más frecuente de lo que se pensaba, hecho que se debe tanto al progresivo auge de contactos entre lenguas como a una serie de razones.
Como se deduce de lo dicho hasta ahora, el estudio autotraductológico ha estado ausente del ámbito académico durante mucho tiempo. Sin embargo, desde inicios del siglo XXI se nota una proliferación de los estudios al respecto, tanto sobre el fenómeno de la autotraducción dentro del ámbito de la teoría de la traducción literaria –algunos (Bein, 2008; Dasilva, 2011; Grutman, 2013, entre otros)  enfocando la cuestión desde el punto de vista sociolingüístico y/o sociopolítico–, como sobre la investigación de casos concretos de autotraductores[3]. Algunas de las aportaciones más importantes desde el punto de vista literario han sido la creación del grupo de investigación sobre la autotraducción literaria AUTOTRAD de la Universitat Autònoma de Barcelona fundado por Francesc Parcerisas y Helena Tanqueiro, al igual que la aparición de números especiales dedicados a la autotraducción de ciertas revistas, como: Quimera, (número 210, 2002), In Other Words: the Journal of the British Centre for Literary Translation, (número 25, 2005), Atelier de Traduction, Autotraduction (número 7, 2007), Quaderns. Revista de traducció, (número 16, 2009), Orbis Litterarum (número 68:3, junio de 2013), Glottopol: “L'autotraduction: une perspective sociolinguistique”, (número 25, 2015), Ticontre. Teoría Testo Traduzione: “Narrating the self in self-translation” (número 7, 2017).
Asimismo, cabe mencionar aquí unos volúmenes que han aparecido en los últimos años dedicados exclusivamente a la autotraducción, como Aproximaciones a la autotraducción, editado por Dasilva & Tanqueiro en 2011, Traducción y autotraducción en las literaturas ibéricas,  editado por Gallénc & al., también en 2011, Self-Translation: Brokering Originality in Hybrid Culture, editado por Cordingley, (2013), L'Autotraduction aux frontières de la langue et de la culture, editado por Lagarde & Tanqueiro, (2013), L’Autotraduction littéraire. Perspectives théoriques, editado por Ferraro & Grutman, (2016), entre otros.
Por último, no hay que pasar por alto el tratamiento del tema de la autotraducción en varios congresos y conferencias internacionales durante los últimos años, hecho que demuestra su creciente importancia como objeto de estudio. Citemos, a modo de ejemplo, la conferencia celebrada el noviembre de 2010 en la Universidad de Pescara bajo el título «Autotraduzione. Teoria e Studi tra Italia e Spagna (e oltre)», entre otros (véase más ejemplos de conferencias y congresos en Recuenco Peñalver, 2013: 60-61; Puccini, 2015: V). Sin embargo, una cosa es el estudio autotraductológico desde el punto de vista de la teoría de la traducción y otra bien distinta el estudio de la práctica de autores que se traducen a sí mismos. Esta última práctica intentaremos presentarla desde un punto de vista histórico en el apartado siguiente de este trabajo.

1.2. Recorrido histórico de la autotraducción

Según Santoyo (2005: 859), el primer autotraductor conocido es el historiador judío Flavius Josephus[4], quien escribió en arameo, su lengua materna, los siete libros de su primera obra La guerra de los judíos y unos años después, alrededor del año 75 de nuestra era, la tradujo él mismo al griego, revisando y corrigiéndola al mismo tiempo; el historiador justificó su acción aludiendo que no podía «sufrir que los griegos y romanos que no estuvieron en aquella guerra ignoren [ignoraran] los hechos y no lean [leyeran] [sobre ella] otra cosa que adulaciones e invenciones», (ibídem). Recuenco Peñalver (2013: 25), por su parte, sostiene que a lo mejor el primer autotraductor de la historia fuera el autor del Evangelio según San Marcos, quien lo escribió entre los años 65 y 75 en hebreo o arameo y luego lo tradujo al griego denominado koiné, la lengua franca del Mediterráneo Oriental en la época romana en la que fueron conservadas las versiones más antiguas de los textos que componen el Nuevo Testamento. Asimismo, Santoyo  (2013: 23) hace referencia a la posible existencia de autotraducciones más antiguas que las de Flavius Josephus, aunque no se trata de testimonios ciertos de autotraducción.
            A partir de aquella supuestamente primera autotraducción y hasta la Plena Edad Media hay pocas autotraducciones que se conozcan – un tratado de medicina del médico africano Teodoro Prisciano que él mismo tradujo del griego al latín (siglo iv) y dos conmonitorios de otro norteafricano, Marius Mercator, también del griego al latín (siglo v). No obstante, a finales de la Alta Edad Media consta la autotraducción de la primera gran obra médica enciclopédica, Kitab fidaws al-hikma (El paraíso de la sabiduría) del médico Ali Ibn Sahl Rabban al-Tabari (s. ix), del árabe al siriaco, al igual que el libro Praderas de oro y minas de piedras preciosas del geógrafo Mohamed al-Massudi (s. x), entre los mismos idiomas. En los siglos siguientes, hay constancia de la autotraducción del árabe al persa de un libro sobre astronomía escrito por Abu Raihan al-Biruni (s. xi), y de dos tratados de Bâbâ Afzal-al-Dîn Kâshâni (s. xii), uno sobre el alma y otro sobre la lógica,  (Santoyo, 2013: 24).
Con respecto a Europa, se han encontrado evidencias de autotraducción en el siglo xiii, entre el latín y las lenguas vulgares; en Inglaterra, para dar un ejemplo, se le atribuyen al obispo de Lincoln Robert Grosseteste unos Estatuta familiae en latín, francés e inglés[5] (McEvoy 2000: 147, citado en Santoyo 2005: 860).
Durante el siglo xiv, la práctica autotraductora se limita –aparte de España, con la cual nos ocupamos en el siguiente apartado– en Italia, Francia y Alemania. Destacan, con traducciones entre el latín y las lenguas vulgares, los frailes dominicos italianos Bartolomeo da Pisa y Iacopo Passavanti –quienes traducen tratados y sermones propios–; el clérigo Bartolomeo di Iacovo, con una crónica de sucesos de la época; el notario Francesco da Barberino, con una obra en prosa y versos rimados y Teodoro I, que traduce del griego al latín un tratado militar escrito por él. En Francia constan las autotraducciones del latín al francés del obispo Nicole d’Oresme – un tratado sobre monedas y otro contra las falsas creencias astrológicas;  del médico Guillaume de Harcigny –un tratado de anatomía– y del canciller Jean de Gerson, una obra de catecismo. En la misma época, en Alemania, Bertoldo el Teutónico  traduce su propio tratado devocional del alemán al latín.
Como se deduce de lo dicho hasta ahora y según subraya Santoyo (2013: 27), las autotraducciones, hasta el siglo xiv, no eran de carácter literario, sino «de condición religiosa, histórica, médica, filosófica o jurídica, crónicas, catecismos, tratados varios de medicina, uno sobre monedas, otro sobre lógica o sobre el alma, un tercero sobre piedras preciosas y un cuarto sobre astrología o sobre el astrolabio».
            En cambio, el florecimiento que conocerá la práctica autotraductora en toda Europa en el siglo xv –debido al «humanismo europeo y renacimiento greco-latino [que] se dieron la mano con las pujantes lenguas nacionales, y el deseo de los autores de ser leídos tanto por los letrados como por los que solo conocían el propio idioma», junto con la difusión de la imprenta, (ibídem)– conllevará su penetración también en el ámbito literario. Los humanistas italianos siguen siendo muy prolíferos: Leon Battista Alberti, Giannozzo Manetti, Marsilio Ficino, Pico de la Mirandola, Paris de Puteo y Hieronymo di Manfredi son algunos de los que dan versiones en latín y en italiano de sus tratados. En Francia hay menos representantes, pero hay que mencionar a Charles d’Orléans, quien autotradujo numerosos poemas del francés al inglés y viceversa.
            En lo que se refiere a las autotraduciones literarias europeas del siglo xvi, hay que hacer notar que constan más representantes en Francia que en Italia o España; Jean Dorat –entre el griego y el latín–, Louis de Masures, Rémy Belleau y Amadis Jamyn, entre el latín y el francés, entre otros. Étienne Dolet también autotradujo del latín al francés un tratado titulado La maniere de bien traduire d’une langue en l’autre, al igual que un poema para celebrar el nacimiento de su primer hijo. Desde el ámbito italiano destacan el jurista Rinaldo Corso, el médico Francesco Alessandrini y el filósofo y astrónomo Giovanni Battista della Porta, quienes tradujeron del latín al italiano sus tratados respectivos. En la misma línea, las autotraducciones entre el latín y las lenguas nacionales seguirán durante todo el siglo xvii en el territorio europeo (Italia, Francia, Inglaterra, Países Bajos); no obstante, el latín como lengua meta de las autotraducciones irá sustituyéndose por el francés, y al mismo tiempo habrá autotraducciones de una a otra lengua nacional. Dicha tendencia se mantendrá también durante el siglo xviii – un siglo sin nombres llamativos de autotraductores, que se caracteriza también por el florencimiento del inglés.
            A pesar de la escasez de las traducciones literarias en esta época –el italiano Carlo Goldoni, autotraductor de una comedia del francés al italiano[6], es una excepción– se nota una proliferación de autotraducciones de carácter científico, y al mismo tiempo ganan terreno las autotraducciones al inglés – Giuseppe Baretti desde el italiano, Pierre des Maizeaux desde el francés, Peter Henry Bruce desde el alemán y el médico escocés John Brown desde el latín, entre otros.
            En cuanto al siglo xix, la autotraducción experimentará un auge cualitativo y cuantitativo en toda Europa, relacionado, según Santoyo (2013: 31), con el movimiento romántico europeo de la época, que dio un empuje a la traducción literaria y favoreció el nacionalismo lingüístico, implicando a muchas lenguas –ausentes hasta entonces– en la práctica autotraductora[7]. El elenco de autotraductores se hace muy largo e incluye, entre otros, a Salvatore di Giacomo, al criminólogo Enrico Ferri y al economista y banquero Enrico Cernuschi entre el italiano y el francés, que traducen obras de su ámbito respectivo, los poetas Stefan George y Heinrich Heine (del alemán al francés), Stéphane Mallarmé (del francés al inglés) y Frédéric Mistral (Premio Nobel de Literatura en 1904, entre el provenzal y el francés), por no hablar de los autotraductores literarios fuera del ámbito europeo – Honoré Beaugrand en Canadá (entre el francés y el inglés), Miguel Antonio Caro y Samuel Bond en Colombia (del latín y del inglés al español), Rammohun Roy (del bengalí al inglés), entre muchos otros (Santoyo 2002: 29, 2013: 32; Recuenco Peñalver 2013: 30).
            En lo que se refiere al siglo xx, la difusión de la práctica autotraductora ha alcanzado tales dimensiones, que se ha convertido en un fenómeno universal; no podría ser de otra manera, dado que este siglo conllevó guerras y exilios, la descolonización y la globalización, el predominio del inglés como lengua internacional de comunicación, la condición de «bilingüe» para mucha gente, la aparición de las culturas indígenas en África e Hispanoamérica, (Santoyo 2013). Por lo tanto, sería prácticamente imposible nombrar a todos los autotraductores y, mucho menos en los límites de este trabajo. De Samuel Beckett (Premio Nobel de Literatura en 1969) a Nancy Huston, de Julian Green a Vladimir Nabokov, de Raymond Federman a Giuseppe Ungaretti, de Milan Kundera a Rabindranath Tagore (Premio Nobel de Literatura en 1913), la lista es interminable. Para tener una idea de la difusión global del fenómeno, basta mencionar que los trabajos más recientes, según Puccini (2015: II-III) tratan de casos desde África, India, China o Japón. No obstante, no podríamos dejar sin citar, junto o los arriba mencionados, a los irlandeses James Joyce (del inglés al francés y el italiano) y Julien Green (entre el inglés y el francés), al indio Mahatma Gandhi (entre el guharatí y el inglés), al argentino Manuel Puig (entre el español y el inglés), a los chilenos Vicente Huidobro (entre el español y el francés) y Ariel Dorfman (entre el español y el inglés), a la danesa Karen Blixen (Isaac Dinesen, entre el danés y el inglés), al cubano Guillermo Cabrera Infante (entre el español y el inglés), a Chinghiz Aitmatov, originario de Kirguistán (entre el ruso y el kirghiz), o la puertorriqueña Rosario Ferré (entre el español y el inglés). Asimismo, cabe añadir a esta lista inexhaustible, aparte de los tres autotraductores, premios Nobel de Literatura del siglo xx ya mencionados, a otros cinco ganadores del mismo premio: Karl Adolph Gjellerup (1917), del danés al alemán, Luigi Pirandello (1934), del siciliano al italiano, Isaac Bashevis Singer (1978), del yiddish al inglés, Czeslaw Milosz (1980), del polaco al inglés, y Joseph Brodsky (1987), del ruso al inglés.

1.2.1. Recorrido histórico de la autotraducción en la Península Ibérica
En lo que se refiere a la Península Ibérica se conoce, según Santoyo, (2005: 860), ya en Plena Edad Media, la obra autotraductora del judío Moses Sefardi o Pedro Alfonso, quien traduce del árabe y el hebreo al latín su obra Disciplina clericalis, al igual que la autotraducción del árabe al hebreo de Los Fundamentos de la inteligencia y torre de la fe –la primera enciclopedia judía sobre matemáticas, astronomía, óptica y música–, de otro sabio judío, Abraham Bar Hiyya y el tratado enciclopédico La búsqueda de la sabiduría del judío Juda ben Salomon Cohen, también del árabe al latín. Santoyo apunta en una entrevista dada a Gil Bardají[8] (2010: 273), que la escasez de traducciones del árabe al latín en la Península Ibérica durante el siglo XI –época en la que la producción cultural en lengua árabe alcanza su apogeo– se debe probablemente a la falta de interés por parte de la sociedad cristiana, dado que estaba ocupada más en cuestiones de supervivencia contra los continuos ataques musulmanes que en cuestiones de ciencia o cultura.
No obstante, lo que llama la atención es que la práctica autotraductora ha estado presente ininterrumpidamente en la Península Ibérica desde el siglo XII y, además, con una variedad de pares de lenguas muy amplia: árabe ˃ catalán, catalán ˃ latín, árabe ˃ hebreo, hebreo ˃ castellano, castellano ˃ latín, castellano ˃ francés, portugués ˃ castellano, catalán ˃ castellano, griego ˃ latín, etc[9]. La duración de dicho fenómeno se debe, por un lado, a la multiplicidad de lenguas utilizadas en la Península durante la Edad Media (latín, catalán, castellano, gallego-portugués, aragonés, árabe y hebreo), al trasvase textual entre el latín y el castellano en los siglos xvi-xviii y a la presencia continua en el mapa autotraductor del catalán, vasco y gallego, (Santoyo, 2015: 47).
            Una de las figuras más emblemáticas y quizás el autotraductor más prolífico de la Edad Media europea ha sido el franciscano mallorquín Ramón Llull (1232-1316), autor de una colosal obra en catalán, latín, árabe y provenzal. Llull escribió sus primeras obras en árabe (Lógica de Algacel, Libro de la contemplación de Dios), para traducirlas luego al catalán y al latín, hecho que constituye un caso temprano de doble autotraducción; autotraducción al catalán desde el árabe parece haber sido también El libro del gentil y el Liber de consilio divinarum dignitatum, originariamente (1315) escrito en árabe y traducido por el mismo autor al romance y al latín. La importancia de Llull reside en su contribución a la propagación del cristianismo entre los musulmanes de la cuenca mediterránea y, al mismo tiempo, a la creación de textos en la lengua vernácula, dirigidos a «una nueva clase de lectores, alejados de las esferas eclesiásticas latinistas», (Arnau i Segarra, 2016: 316). Del mismo período, cabe destacar las autotraducciones de dos médicos, el valenciano Berenguer Eimeric que tradujo unos capítulos de una enciclopedia médica del árabe al catalán y luego al latín, y el catalán Arnau de Vilanova que tradujo del latín al catalán, o viceversa, un libro «contra la corrupción del clero y la filosofía escolástica» (Santoyo, 2013: 25).
            Según Santoyo, (en Gil Bardají, 2010: 279-280), el siglo xiv marca un hito en la historia de la traducción en la Península Ibérica, con la desaparición del árabe como lengua origen de las traducciones y su sustitución por el latín, el griego y las lenguas romances, la consecuente desaparición del intermediario colaborador judío o mozárabe,  la dispersión de la actividad traductora por toda la geografía peninsular y su consolidación en todas las lenguas romances (catalán, castellano, gallego-portugués y aragonés), y el comienzo tanto de las traducciones intrapeninsulares, como las desde otras lenguas romances extrapeninsulares (francés, italiano y provenzal). Por todas esas razones, el corte con los siglos anteriores es muy profundo. Figuras destacadas de este siglo son Jacob ben Abraham Isaac al-Corsuno, quien traduce del árabe al hebreo y Abder de Burgos, del hebreo al castellano.
Con la llegada del siglo xv, la autotraducción conoce un florecimiento singular en la Península Ibérica. Entre los autores que la practicaron destaca Enrique de Aragón, marqués de Villena, quien tradujo su obra Dotze treballs d’Hèrcules del romance catalán al castellano (Libro de los doze trabajos de Hércules), Alonso de Madrigal (el Tostado), con la traducción de Brevyloquyo de amor e amiçiçia del latín al vulgar, al igual que Alonso de Cartagena y Alfonso de Palencia – este último justificando su acción autotraductora del Tratado de la perfección del triunfo militar del siguiente modo: «si no se vulgarizase, vendría en conocimiento de pocos, lo cual repugnava a mi deseo», (en Santoyo, 2005: 861). Antonio de Nebrija también tradujo del latín al castellano sus Introductiones Latinae por encargo de Isabel la Católica.
Durante los dos siglos siguientes, la práctica autotraductora sigue teniendo representantes importantes, entre los que destaca Fray Luis de León, quien tradujo el Cantar de los Cantares, primero del hebreo al castellano, completándolo con una amplia exposición, y luego al latín[10]; los jesuitas Pedro de Ribadeneira, autor de Vita Ignatii Loyolae (1572) y Juan de Mariana, autor de Historia de España; Hernando Alonso de Herrera y el jesuita José de Acosta, quienes tradujeron sus obras respectivas del latín al castellano y la monja mexicana –de padre vasco y madre criolla– Sor Juana Inés de la Cruz, quien tradujo del latín al castellano un epigrama de dísticos elegíacos a la Inmaculada Concepción. Asimismo, hay que mencionar a Martín de Azpilcueta, el autotraductor más fructífero de todo el siglo xvi, con numerosas versiones del castellano al latín, Jaume Montanyès, quien se autotradujo del valenciano al castellano, y los sacerdotes Sancho de Elso y Juan Pérez de Betolaza, los primeros autotraductores entre el vasco y el castellano, (Santoyo, 2013: 28).
Con respecto al siglo xviii («pobre» en producción de autotraducciones), cabe mencionar a Benito Jerónimo Feijoo, quien tradujo del latín al castellano su obra La verdad vindicada contra la medicina vindicada, haciendo explícita su libertad de autor[11]. Por el contrario, el florecimiento del siglo xix es notable también en España; Francisco Martínez de la Rosa traduce su drama Aben Humeya al francés, los catalanes Jaime Balmes, Santiago Rusiñol y Jacinto Verdaguer se autotraducen al castellano, al igual que los gallegos Rosalía de Castro y Eduardo Pondal, y los vascos Resurrección María de Azkue, Carmelo de Echegaray y Serafin Baroja.
Según avanza el siglo xx, ya se ve necesario abordar el panorama de la autotraducción en la Península Ibérica no como un todo homogéneo, sino como expresión distinta en los distintos ámbitos peninsulares, ya que se presentan diferencias que tienen que ver con la tradición lingüística de cada territorio. De ahí que intentemos dibujar la práctica autotraductora entre el vasco, el gallego y el catalán, por una parte, y el castellano, por otra parte.
En lo que respecta a la autotraducción entre el vasco y el castellano, Santoyo (2015: 49) afirma que esa presenta un auge a partir de los años sesenta con ediciones bilingües, y las versiones de obras propias a otro idioma se van generalizando[12] – tanto, que Manterola (2011: 122) sostiene que el número de autotraducciones es mayor al de traducciones alógrafas. Dicho fenómeno no debería extrañarnos, dada la condición bilingüe de muchos de los autores vascos, al igual que la singularidad y la complejidad del mismo idioma. Es preciso mencionar, como nombres representativos, a Mariasun Landa, Juan Kruz Igerabide, Patxi Zubizarreta, Bernardo Atxaga, Asun Garikano, Harkaitz Cano, Karlos Santisteban, Arantxa Urretabizkaia, Ramón Saizarbitoria, Mario Onaindía, Felipe Juaristi y Unai Elorriaga (Premio Nacional de Narrativa 2002), entre otros.
La aparición de la autotraducción en Galicia, producto de las últimas décadas del siglo xix, coincidió con el rexurdimento de la literatura gallega, para alcanzar en el siglo xx tales dimensiones, que Santoyo (2015: 51) sostiene que «todos los primeros nombres de las letras gallegas han sido y son autotraductores». No cabe duda que, aparte del de hecho que los autores en gallego funcionen en dos sistemas lingüístico-literarios, dicha práctica obedece a su necesidad de conocerse fuera del ámbito gallego. Unos representantes destacados, con traducciones de sus propias obras al castellano, son Vicente Risco, Luis V. F. Pimentel, Eduardo Blanco-Amor, Luis Seoane, Celso Emilio Ferreiro, Álvaro Cunqueiro, Julio Casares, Marina Mayoral, Alfredo Conde (Premio Nadal 1991 y Premio Nacional de Literatura 1986), Carlos G. Reigosa, Suso de Toro (Premio Nacional de Narrativa 2003), Manuel Rivas (Premio Nacional de Narrativa 1996), Xavier Alcalá y Víctor Freixanes, entre otros.
            La mayoría de ellos elige el español para darse a conocer a otras latitudes. Hay escritores como Álvaro Cunqueiro, Manuel Rivas, Suso de Toro o Domingo Villar, cuyas autotraducciones del gallego al español sirven como «puente» para traducciones alógrafas de sus obras al francés o al portugués. Al contrario, son muy raros los casos de escritores gallegos que se autotraducen al portugués – hecho que, según nuestro punto de vista, demuestra la falta de interés por parte de los escritores gallegos de autotraducirse a un idioma que, aunque se habla en un país vecino, tendría un número de lectores no muy elevado; Carlos Quiroga constituye un ejemplo, aunque en su caso se trata más bien de «semiautotraducciones», es decir traducciones con colaboración entre autor y un traductor alógrafo,  (Dasilva, 2015a: 67-68).
Ahora bien, la tradición iniciada por Ramón Llull ha dado lugar en el siglo xx a un auténtico boom de la autotraducción en Cataluña, Valencia y Baleares, con más de un centenar de representantes[13], como Josep Carner, Josep Palau i Fabre, Joan Margarit, Pere Gimferrer, Agustí Bartra, Eduardo Mendoza, Toni Cabré, Sergi Belbel, Llorenç Villalonga, Teresa Pàmies, Joan Perucho, Baltasar Porcel, Antoni Marí, Carme Riera, Lluís María Todó, Sergi Pàmies, María de la Pau Janer, Quim Monzó y Aurora Bertrana, entre otros. Consideramos que dicho boom se justifica tanto por la condición de bilingües de los escritores catalanes, como por la riqueza y el vigor de la literatura catalana que pretende exceder los límites de Cataluña.
En lo que se refiere a las autotraducciones del bable y el aragonés al castellano, esas son escasas y muy recientes, al igual que las literaturas respectivas.
Por último, cabe mencionar las abundantes autotraducciones a y de lenguas extrapeninsulares; Ramiro de Maeztu estrena la nueva centuria con la autotraducción de un ensayo del inglés al español. Otros autores que han ejercido dicha práctica son Salvador de Madariaga (español, francés e inglés), Juan Larrea, Josep María Corredor, Agustín Gómez Arcos, Jorge Semprún y Fernando Arrabal (francés y castellano), Ángel Garma Zubizarreta (castellano e inglés), Víctor Mora (catalán y francés/ castellano) y Margarita Hernando de Larramendi (castellano e italiano).
De todo lo anteriormente mencionado, se puede deducir que el auge de la autotraducción en la Península Ibérica durante los dos últimos siglos tiene mucho que ver con la difusión de la literatura en general y el deseo de los autores de conocerse en otras latitudes y llegar a un número mayor de lectores.

1.3. Estatus actual de la autotraducción en la Península Ibérica

El fenómeno de la autotraducción en el espacio ibérico ha alcanzado tales dimensiones a partir de la segunda mitad del siglo xx y en adelante que Dasilva sostiene que «no sería exagerado incluso hablar de una autotraductología ibérica como posible disciplina de perfiles propios; en la Península Ibérica no hay muchos asuntos, dentro de los estudios traductológicos, con una repercusión global comparable a la de la autotraducción», (2013: 162). Si quisiéramos presentar algunos datos, Grutman registraba en 2011 que «en un corpus de 77 autotraductores que viven hoy en España […] se encuentran 36 catalanes, 27 gallegos y 14 vascos, pero ningún autor castellano», (2011: 83), mientras que Santoyo sostenía en 2015 que su «catálogo particular, seguramente incompleto, registra 237 autores peninsulares que regular o esporádicamente autotraducen, y eso tan solo a lo largo del siglo xx y primeros años del xxi», (2015: 47).
De todas formas, la muerte de Franco marca un hito en el desarrollo de la práctica autotraductora, que a partir de ese momento se vuelve mucho más frecuente y sistemática. Como afirmaba Whyte, (2002: 65), «Spain since the death of Franco is perhaps richer than other European nations in instances of self-translation». Al mismo tiempo, según Rodríguez Vega,

La consolidación de las literaturas catalana, gallega y vasca, amparadas por el nuevo orden democrático, impulsa, paradójicamente, la tendencia a que los autores de estos sistemas periféricos prueben también fortuna en el más amplio mercado de la literatura en castellano, (2016: 330).


Hay que tener siempre presente el hecho de que estamos en un territorio caracterizado por la existencia de lenguas en contacto. Según el artículo 3 de la Constitución española de 1978,

[…] el castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos. La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección.

Por lo tanto, se deduce que en España cohabitan junto con el castellano u español cuatro lenguas oficiales – el catalán, el gallego, el vasco y el aranés; asimismo, existen también los llamados dialectos históricos, lenguas no oficiales que forman parte del patrimonio cultural, como el leonés y el aragonés. Sin embargo, como sostiene García de Toro,

A pesar de la cooficialidad, estas lenguas son consideradas lenguas minoritarias (como se recoge en la Carta europea de las lenguas regionales o minoritarias), ya que su uso se restringe a la comunidad autónoma concreta y no son habladas, ni estudiadas, en el conjunto del Estado, (2009: 32).

Dicha situación lingüística ha creado en España, de acuerdo con Parcerisas (2007: 113), «un marché littéraire asymétrique où la litttérature en espagnol a évidemment le plus grand poids»; de ahí que se trate de una asimetría lingüística-cultural, la cual se caracteriza por la unidireccionalidad autotraductora: en la mayoría de los casos, los autores que escriben en una lengua dominada, de menor difusión, se autotraducen a la lengua dominante[14], es decir el castellano.  Según los datos editoriales suministrados por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, en el año 2012:

el español es a gran distancia la lengua a la que más se traduce desde el catalán (336 títulos), el euskera (37 títulos) y el gallego (65 títulos) […] Del catalán se vertieron 18 títulos al euskera y 13 libros al gallego. En cuanto al euskera, 4 libros pasaron al catalán y 1 libro al gallego. Por último, en lo concerniente al gallego, 7 libros se tradujeron al catalán y 5 libros al euskera, (citado en Dasilva, 2015a: 61).


            Desde un punto de vista ideológico, según Parcerisas, la autotraducción inversa, desde la lengua dominante hacia una lengua minoritaria es muy rara, dado que el pensamiento dominante sostiene que, «tous les Espagnols, quelle que soit leur langue maternelle, peuvent lire une œuvre donnée en espagnol», (2007: 114). Por lo tanto, no se suele tolerar que las obras escritas en español se traduzcan en las lenguas periféricas; al contrario, el Estado demanda, siguiendo una actitud centrípeta, que las obras escritas en las lenguas periféricas se traduzcan al español por medio de autotraducciones preferiblemente «opacas»[15], para que dichas traducciones pasen por originales (Dasilva, 2011: 61). En consecuencia, dichas autotraducciones sirven de «puente» para la traducción de muchas obras no solo a otros idiomas del estado español –caso poco frecuente pero sí existente, sobre todo cuando se trata de autotraducciones del vasco al castellano y, consecuentemente, al catalán o al gallego, para dar un ejemplo– sino también a cualquier otro idioma, dando la impresión de que se trata de obras originalmente escritas en español.

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El presente ensayo forma parte del TFM que bajo el título «Autotraducción: ¿Traducción o (re)creación? El caso del escritor catalán Sergi Pàmies y de sus autotraducciones al español» presentó, en 2017, Alexandra Golfinopoulou en el marco del Máster  «Ciencias de la Lengua y la Civilización», itinerario «Traducción, comunicación y mundo editorial» del Departamento de Filología Italiana de la Universidad Aristóteles de Salónica. Directora: Anthi Wiedenmayer. Tribunal evaluador: Vicente Fernández González, Konstantinos Paleologos.


To παρόν δοκίμιο είναι απόσπασμα από τη Διπλωματική Εργασία που εκπόνησε το 2017 η Αλεξάνδρα Γκολφινοπούλου, υπό την εποπτεία της καθηγήτριας Ανθής Βηδενμάιερ και τη συνεπικουρία των καθηγητών Βιθέντε Φερνάντεθ Γκονθάλεθ και Κωνσταντίνου Παλαιολόγου, στο πλαίσιο των σπουδών της στο Μάστερ «Επιστήμες της Γλώσσας και του Πολιτισμού», Κατεύθυνση «Μετάφραση, επικοινωνία και εκδοτικός χώρος» του Τμήματος Ιταλικής Γλώσσας και Φιλολογίας του ΑΠΘ. Τίτλος της Διπλωματικής εργασίας  «Autotraducción: ¿Traducción o (re)creación? El caso del escritor catalán Sergi Pàmies y de sus autotraducciones al español».



[1] Cabe mencionar aquí The Translator’s Invisibility de Lawrence Venuti (1995), al igual que varios estudios poscoloniales (Bassnett, 2013: 24). 
[2] Véase también Christian Balliu (2001: 99): «les exemples d’autotraduction […] sont rarissimes dans le domaine littéraire et ne font qu’exception, comme Nabokov et son Lolita, pour citer un cas».
[3] Cabe mencionar que, según Santoyo (2010: 367), hasta recientemente la mayoría de los estudios –al igual con lo que ocurre en los estudios traductológicos en general– «se han centrado en los aspectos descriptivos y contrastivos que el texto traducido presenta frente a su propio original», en vez de dedicarse a los motivos de los autotraductores.
[4] Vivió en Jerusalén entre 37 y 102 d.C.
[5] Para más ejemplos del siglo xiii, véase Santoyo (2013: 26) y Recuenco Peñalver (2013: 26).
[6] En la introducción el autor admite que ha hecho modificaciones del original francés para adaptarlo a su nuevo público (Santoyo, 2005: 862-863).
[7] Recuenco Peñalver (2013: 30) sostiene que la autotraducción de una lengua «regional» a la lengua dominante del Estado se convierte en una práctica común y añade que «el paso lingüístico afecta a numerosos parámetros interrelacionados de diverso carácter, como puede ser la vinculación a una tradición, la relación con la oralidad, la adhesión o el rechazo a una determinada política lingüística, la aceptación de otra lengua o la lucha por hacer ganar nuevos territorios a la propia, la búsqueda y la reconstrucción de una identidad o la relación con otras literaturas dentro de un mismo espacio geográfico». 
[8] Con motivo de la publicación de su libro La traducción medieval en la península ibérica: siglos III-XV (Universidad de León, 2009).
[9] En lo que se refiere a la presencia preponderante del latín, no hay que olvidar que siendo la lingua franca de la época, gozaba de más prestigio con respecto a las lenguas vulgares y una traducción al latín «consagraba» e inmortalizaba un texto escrito en otro idioma. Cabe añadir que en la Escuela de Traductores de Toledo, fundada por Alfonso X el Sabio (1221-1284), muchas obras científicas, históricas, jurídicas o literarias escritas en griego, árabe y hebreo fueron traducidas al latín, al través del romance castellano, para pasar luego a otros países de Europa. Es decir que el latín fue el idioma culto que desempeñó el papel de «puente» para la difusión de obras importantes en los países occidentales. 
[10] «Fue la suya una traducción involuntaria, motivada por santa obediencia», (Santoyo, 2010: 367).
[11] «Como autor del escrito [castellano] –dice–, hice uso de la licencia que tengo (y es negada a los meros traductores) para omitir algo que me pareció poder excusarse y añadir en su lugar algo que me pareció más útil», (Santoyo, 2013: 31).
[12]Según el mismo autor (2015: 49), «tal cambio deriva directamente de una mayor y muy amplia actividad literaria en lengua vasca, y que esa actividad a su vez ha venido generada, y propiciada, por
los cambios políticos, educativos, editoriales, etc., incluso lingüísticos, que se han dado en el País Vasco desde mediados los años 70».
[13] Eduardo Mendoza, él mismo autotraductor, hizo el siguiente comentario en una “mesa redonda” que tuvo lugar en la Casa del Traductor de Tarazona: «Decía lo de los [autotraductores] catalanes porque es casi un acto colectivo, es muy frecuente… Me parece que [el catalán] es una de las pocas lenguas en que, por sus circunstancias, sus peculiaridades, la autotraducción se ha practicado casi de una manera masiva» (Mendoza, 2006: 37).
[14] Se entiende como lengua dominante o «central» la que goza de un prestigio y una difusión mayores en comparación con una lengua dominada o «periférica», (Grutman, 2011). En el caso de España, la lengua dominante, el castellano, es la lengua oficial de todo el estado español.
[15] Véase el apartado 1.4. de este trabajo: «Tipos distintos de la autotraducción».

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