Εργαστήριο Λογοτεχνικής Μετάφρασης
με την παρουσία του συγγραφέα Héctor Abad Faciolince
To Festival LEA και το Abanico διοργανώνουν εργαστήριο διάρκειας 9 ωρών (τρεις
συναντήσεις των δύο ωρών και μία των τριών ωρών) συλλογικής μετάφρασης και επιμέλειας του δοκιμίου
«Αngustias de un traductor» του
συγγραφέα από την Κολομβία Έκτορ Αμπάδ Φασιολίνσε.
ΣΥΝΤΟΝΙΖΕΙ: Κωνσταντίνος Παλαιολόγος
Το εργαστήριο θα λάβει
χώρα στο Abanico στις κάτωθι ημερομηνίες:
1. Τρίτη 15 Μαΐου, 11.00 με 13.00
2. Τρίτη 22 Μαΐου, 11.00 με 13.00
3. Τρίτη 29 Μαΐου, 11.00 με 13.00
4. Τρίτη 12 Ιουνίου, 11.00 με 14.00 (παρουσία του συγγραφέα)
Δηλώσεις συμμετοχής: τηλ. 210.3251214 & 215 /
info@abanico.gr o en Secretaría (Kolokotroni 12, 1er piso, Síndagma).
En estas semanas entendí, en primera persona, por qué la economía china
crece con un ritmo anual del 8 o 10 por ciento, mientras nosotros seguimos
estancados en porcentajes irrisorios. La historia empezó hace tres meses,
cuando recibí una carta muy amable, redactada en un español impecable, escrita
por un señor chino, de nombre Zhang
Guangsen. Él me
informaba brevemente que acababa de emprender la traducción al mandarín de una
novela mía, Angosta. El tono no era de esos melindrosos o
halagadores. Decía, lacónicamente: “La novela me gustó y la estoy traduciendo.”
Punto.
Después Zhang se presentaba y me decía sin orgullo, pero sin falsa
modestia, que había sido profesor de español durante 20 años en la Universidad de Beijing, y que toda la vida había
traducido obras literiarias de autores hispanoamericanos, entre las que estaban nada menos que el Quijote, la
poesía de Borges, de Bécquer, de Neruda, y varios tratados de Baltasar Gracián. Decía luego que esperaba tener lista la traducción
de mi libro para finales de julio, y que ya llevaba unas cien páginas, de las
cuatrocientas totales. “En
la cuarta parte que hasta hoy he traducido, no he encontrado todavía grandes
tropiezos, lo que quiere decir que todo va viento en popa. Apuntaré todos los
problemas que encuentre en adelante y es muy posible que le vaya a molestar,
por lo que anticipo mis disculpas.” Yo le contesté que estaba a su disposición
para cualquier duda, pero él no volvió a escribirme en
todo este tiempo, hasta la semana pasada.
En
su segunda carta Guangsen me informaba que “durante
estos tres meses he dedicado todo mi tiempo a la traducción y he estado tan
concentrado que ni siquiera me he conectado al Internet. Por suerte, llegué ayer,
por fin, al final del libro.” Yo he traducido libros y sé muy bien la sensación de felicidad, e
incluso de liberación que se siente al terminar el primer borrador de un libro
que traducimos. Y con mayor razón si la novela es larga, como lo es Angosta.
Supongo que es lo mismo que siente Armstrong al coronar una cima en el Tour de
Francia. Después viene la última corrección, pero eso ya es pedalear en bajada.
Traducir 400 páginas en poco más de tres meses, a una lengua y a una
cultura que con el español no tiene el menor parentesco, me parece una labor
impresionante, de la que es capaz tan solo un verdadero estajanovista. En este
mismo lapso yo habré escrito, si mucho, 70 páginas, contando estos artículos, y
ahí me queda la lección de la productividad china enfrentada a la nuestra.
Zhang
Guangsen, con esa
prudencia oriental de la que tanto deberíamos aprender, añadía que en este
tiempo no había querido plantearme sus dudas y dificultades “pues quise
acumularlas para no molestarle a usted a cada momento”. Humildemente aclaraba
que “traducir es siempre una interpretación por parte de una persona ajena de lo que el autor
original piensa y quiere expresar. Esta es una tarea que nunca resultará
impecable ni mucho menos loable, pues interpretar consiste muchas veces en
suponer y adivinar. ¡Hasta interpretar las ideas de un
conocido no es fácil y es imaginable cuán difícil será de un idioma a otro!” Y
a continuación venían, finalmente, sus dudas más importantes.
Algunas
yo las podía suponer, pues se trataba de típicos colombianismos como
“aguapanela”, “burroteca”, “chicharrones de once patas”, “turupes”, y
cosas así. También la transcripción de la jerga barriobajera era para él una
cuestión desesperante. Por ejemplo, el nuevo estilo de pedir de nuestros pordioseros, que ya no consiste en solicitar una limosna “por amor de Dios”, sino en esta
frase críptica: “Don, ¿meá colaorar?” O esta curiosa despedida: “Tolis,
gonorsofia, ahí nos pillamos, toobién.” En fin, este tipo de tropiezos con la
lengua vernácula eran apenas naturales.
Pero a continuación venían otras que me sorprendieron y gustaron mucho más,
por lo que revelan sobre la distancia, más que lingüística, cultural, entre
Colombia y China. Unas tenían que ver con cuestiones religiosas. Guangsen no
entendía qué era eso de “Señor Caído”, “Niño perdido” y “Sermón de la montaña”.
“Supongo”, me decía, “que son episodios de la mitología.” Su intuición de que
estas cosas tuvieran que ver con un mito era correcta, aunque sin duda llamar
mitología a la historia sagrada sonará blasfemo para un cristiano. Después
había una laguna de cultura popular. Yo había escrito en la novela que los ojos
de la protagonista eran de dos colores “como los de David Bowie”. Y Guangsen
preguntaba: “¿Quién es este tipo?” Pero lo que más me gustó fue su última
pregunta, en la que juntaba, sin ánimo humorístico, a otras dos personas:
“¿Quiénes diablos son Juan XXIII y Corín Tellado?” Se lo expliqué despacio y
también le dije que no se imaginaba hasta qué punto lo envidiaba yo por ignorar
ciertas cosas que nosotros no solamente sabemos, sino que en cierto sentido nos
ahogan.
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