de Konstantinos Paleologos
Cuando, en 1916, murió el primer autor hispano
que incluyó microrrelatos en un libro suyo, la palabra «microrrelato» todavía no se había inventado. Hablamos, por
supuesto, del mítico Rubén Darío, del creador nicaragüense (mejor dicho:
universal) del Naturalismo hispanoamericano, y de su libro Azul, editado
en el lejano 1888. Pues bien, la presencia de la Grecia clásica en esta primera
obra hispánica que contiene minificción es muy significativa: campesinos como «toscos hércules», bellas ninfas, la Venus de Milo, todo un abanico
de personajes mitológicos que Darío los utiliza para potenciar el carácter
exótico y sensual de su obra.
Un
año tras la muerte del nicaragüense, o sea, en 1917, aparece el primer microrrelato
de un escritor en lengua española, en este caso mexicano, que constituye un ejercicio
de reescritura de un mito griego, entendido aquél como «un procedimiento ampliamente usado en la
literatura de los siglos xx y xxi, que vuelve a los textos y a los mitos clásicos
con la intención de narrarlos de otra manera», (Lagmanovich, 2006: 127). Nos estamos
refiriendo a «A Circe» de Julio Torri. Narrador de este microrrelato es Ulises (no se menciona en ningún momento su
nombre, ya que es el lector con su bagaje cultural el que tiene que entender cúal
es el personaje anónimo que dialoga con Circe), pero un Ulises nada heroico, «resuelto a perderse», dispuesto a sucumbir al canto y al encanto de las
sirenas. Sin embargo, y ahí está la ironía del relato, el curso «normal» de la historia no se alterará: Ulises seguirá su
viaje, pero no porque se hiciera amarar al mástil para resistir al llamamiento
de las sirenas, como nos ha contado el «mentiroso» de Homero, no... Simplemente no hubo tal
llamamiento, no hubo canto, no hubo heroismo...
El
microrrelato de Torri sigue siendo, un siglo después de su
aparición, uno de los más famosos y citados de este género. No obstante, según
nuestro entender, plantea también uno de los principales problemas que afrontan
los autores, a veces sin darse cuenta, a la hora de recurrir a los mítos de la
Grecia clásica para reescribirlos en clave de microrrelato: se ven «obligados» a escribir poéticamente, y la prosa lírica no es
precisamente narrativa. Veamos, a título de ejemplo el primer párrafo de «El reino del Minotauro (octava sombra)» del malagueño Rafael Pérez Estrada: «Es la ciudad de la desolación y el desamparo;
en ella, en número infinito se alzan las torres herméticas de lo imposible. Son torres truncadas por su base. Solitarias y sin
sombra, claman por un cielo lejano e indiferente. La ciudad está trazada como
un gélido pensamiento urbanístico de ciegas contradicciones...». Estilo recargado: demasiadas florituras
literarias, demasiados adjetivos, para que pueda considerarse un (verdadero) microrrelato.
Hay
que llegar hasta la década de los sesenta y un libro clásico, La oveja negra
y demás fábulas de Augusto Monterroso, de las grandísimas figuras de la
minificción hispánica, para encontrar una colección entera de minificciones que
reescriben, de manera satírica, mitos de diversas procedencias con una
intención puramente narrativa. De la ironía y del humor desacralizante del
escritor guatemalteco no se salva casi nadie: Aquiles, Epicuro, el Ave Fénix, Homero,
el rey Midas... Su Ulises, por ejemplo, en «La tela de Penélope, o quién engaña a quién», es un tipo aburrido con problemas psicológicos
que cada dos por tres «se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo», concediendo a Penélope toda la libertad del
mundo para coquetear con sus pretendientes [por no hablar de su Homero, un dormilón que
no se enteraba muy bien de la vida secreta de sus personajes].
Como
se deduce de lo dicho hasta ahora los autores de microrrelatos
muestran una especial predilección por la Odisea justamente porque con «esta epopeya comienza en Occidente la larga
tradición de la literatura de viajes maravillosos», (Serrano Cueto, 2015: 14). De un sinfín de microrrelatos que presentan una imagen alternativa y rompedora
de los héroes homéricos, merece la pena detenernos en una Circe harta de un
Ulises insulso a quien termina por echar de su isla (en «Reabilitación de Circe» del chileno Diego Muñoz Valenzuela) o en un
Ulises jugador del Hércules Club de Fútbol que tiene, ¡qué curioso!, problemas
con su mujer (en «[Ulises Selfa]» del español Pablo Albo), pero, sobre todo, en la versión femenina del poema
épico de la boca de Andrómaca (en «Traducción femenina de Homero» que se
contiene en Falsificaciones de Marco Denevi, un
libro, verdadero clásico de la reescritura).
Si la Odisea lleva la voz
cantante como fuente de inspiración de los minicuentistas en su intento de
desautorizar el discurso canónico de los mitos, la Iliada tampoco se
queda atrás; sobre todo Helena es una figura mítica que se reinventa con mucha
frecuencia, basta recordar «Orillas del Escamandro» del mexicano José Emilio
Pacheco que sostiene que tanta guerra y tantas muertes no sirvieron de nada
puesto que Helena sólo existió «en la imaginación de un poeta ciego», o «Helena»
de la argentina Alba Omil que presenta a una Helena guapísima, eso sí, pero ávida
de sangre.
Son innumerables los personajes de
la mitología griega que aparecen, de manera explícita o implícita, «deformados»
a causa de la aproximación herética, casi vitriólica, llevada a cabo
por los escritores de los microrrelatos hispanos: Teseo y el
Minotauro, Jasón y Perseo, Sísifo, Prometeo, los dioses (Zeus, Atenea,
Poseidón...). Hay tal cantidad de microrrelatos que una editorial importante como
la palentina Menoscuarto (una editorial pionera en la publicación de antologías
y estudios relacionados con la minificción) sacó en 2015 una antología, Después
de Troya, exclusivamente con microrrelatos hispánicos de tradición clásica
(edición de Antonio Serrano Cueto). En ella podemos encontrar, por ejemplo, a
un Ícaro con alas metálicas, víctima de un asesinato jamás aclarado (en «Historia»
del colombiano Jairo Aníbal Niño) o a un «mediocre» Narciso, «sin espejos, sin
agua, sin posibilidad alguna donde reflejarse» (en «Nuevas versiones y más
fidedignas de la Antigua Grecia» del mexicano René Avilés Fabila).
Si es verdad que existe una
preferencia obvia por los personajes míticos que hemos enumerado en los párrafos
anteriores, tampoco faltan referencias a «personajes secundarios» como Caronte,
el barquero infernal, que en «La barca de Caronte», del español Juan Pedro
Aparicio, cambia de medio de transporte, pasando a un, a todas luces, más
moderno, avión, como la peculiar Electra/Abigaíl, del también español Rubén
Abella, una niña decidida a «ser mamá», para... «dormir con papá» o, por
último, como el torpe Atlas del venezolano Rigoberto Rodríguez (en su
«Cataclismo») que, extenuado por su titánico quehacer, se carga todo un
continente.
«Yo me considero un discípulo de Apolodoro,
Hesíodo y Esopo», afirmaba en 2011 Fernando
Iwasaki, otro minicuentista «irreverente», mostrando con esta afirmación su respeto hacia
los grandes maestros, cuyos textos la minificción «adora» desacralizar, porque, como señalaba Noguerol
(1996: 51), la parodia que ejercen los microrrelatos no es nada más que un «virtuosismo intertextual, [...] un reflejo del
bagaje cultural del escritor [de microrrelatos] por el que se recupera la
tradición literaria aunando el homenaje al pasado (pastiche) y la revisión
satírica de éste (parodia)».
REFERENCIAS ΒΙΒLIOGRÁFICAS
Iwasaki, F. «Entrevista a Konstantinos Paleologos», en https://bonsaistoriesflashfiction.wordpress.com/category/συγγραφεισ/2-2-σε-αλλεσ-γλωσσεσ/iwasaki-fernando/,
14 de enero de 2011.
Lagmanovich, D. El
microrrelato. Teoría e historia, Palencia, menoscuarto, 2006.
Noguerol, F. «Micro-relato y
posmodernidad: textos nuevos para un final de milenio», Revista
Interamericana de Bibliografía XLVI, 1-IV, 1996, pp. 50-66.
Serrano Cueto, A. «El legado de Grecia y Roma», en Antonio Serrano
Cueto (editor) Después de Troya. Microrrelatos
hispánicos de tradición clásica, Palencia, menoscuarto, 2015, pp. 11-34.
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Μini antología de microrrelatos inspirados en la
mitología griega
A Circe
¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me
hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto
a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un
cargamento de violetas errante por las aguas.
¡Circe, noble diosa de los
hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las
sirenas no cantaron para mí.
Julio Torri, México (1917)
Traducción femenina de Homero
Toda la Odisea, con sus viajes, sus naufragios, sus sirenas, sus hierbas
mágicas, sus animales míticos, sus palacios misteriosos, sus aventuras y sus
desastres es, para Penélope, una inútil y tediosa demora en sus amores con
Ulises. Mientras tanto Andrómaca refunfuña: «Que el viejo Homero cuente la
historia a su manera. Yo daré mi versión. Yo, que la he vivido. Yo, una pobre
mujer desdichada. Primero, recuerdo, fue la prohibición de salir de la ciudad.
Después tuve que pulir escudos, coser sandalias, fabricar flechas hasta que las
manos se me llagaron. Después, vendar heridas que sangraban y supuraban y
enterrar a los muertos. Después escasearon los víveres y nos alimentábamos de
ratas y raíces. Después perdí a mi marido y a mis hijos. Después el ejército
invadió la ciudad y abusó de mí y de mis hijas. Por fin el vencedor me hizo su
esclava».
Μαrco Denevi, Argentina (1966)
La tela de Penélope, o quién engaña a quién
Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de
ser bastante sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y
singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer,
costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas.
Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba
que a pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de
sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas
sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el
mundo y a buscarse a sí mismo.
De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con
sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que
Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como
se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada.
Augusto Monterroso, Guatemala (1969)
Historia
Ayer por la tarde fue extraído de las antiguas aguas del Mediterraneo el
cuerpo petrificado de Ícaro. Al ser colocado sobre la cubierta del barco, sus
alas metálicas, limpias y poderosas, lanzaron una erupción de luz cuando fueron
tocadas por el sol de los venados. Se sospecha que la afirmación de que Ícaro
usaba alas de cera, fue propalada por sus asesinos.
Jairo Aníbal Niño, Colombia (1977)
Orillas de escamandro
Atravesaron en hondas naves el mar. Desembarcaron a orillas del Escamandro
y durante diez años mantuvieron el sitio de la ciudad. Tras miles de combates y
muertes penetraron en Troya mediante un ardid y la tomaron a sangre y fuego.
Buscaron por todas partes a Helena. Al no encontrarla comprendieron que la
causante de la guerra sólo había existido en la imaginación de un poeta ciego.
José Emilio Pacheco, México (1990)
Helena
Salió del huevo con cuerpo de
mujer y gracia de ave.
Por cada uno de sus poros
cantaban la vida y la hermosura sus triunfos y sus goces.
En el fondo de sus ojos claros,
esperaba una montaña de guerreros muertos.
Alba Omil, Argentina (1998)
Nuevas versiones y más
fidedignas de la antigua Grecia
Al pobre Narciso lo ponen en un lugar sin espejos, sin agua, sin
posibilidad alguna donde reflejarse; así le salvan la vida, lo destinan a la
fealdad de la vejez y a una historia mediocre.
A Teseo lo encierran en el
laberinto donde aguarda rabioso Minotauro y no le permiten ningún ovillo de
hilo. Está condenado a muerte. Ariadna tendrá que conformarse con otro héroe
menos espectacular.
A Penélope le impiden
tejer y, consecuentemente, destejer. Ya sin terapia y sobre todo sin Ulises,
quien la engaña con Circe, se desquicia y tiene que consultar Freud.
René Avilés Fabila, México (1998)
Cataclismo
Se dice que Atlas, hincado sobre las rodillas y extenuado bajo el peso de la tierra, apoyó la esfera en uno de sus hombros. En el punto de contacto, la Atlántida desapareció bajo las aguas.
Rigoberto
Rodríguez, Venezuela (2004)
La barca de Caronte
Iba en autocar hacia el avión. Le pareció notar aprensión en los pasajeros
que le rodeaban. Subió la escalerilla hasta la puerta delantera y miró al
interior de la cabina. Había dos hombres en mangas de camisa. Notó que habían
discutido y advirtió la gravedad de sus semblantes. Inventó una excusa y se
bajó del avión.
Juan Pedro Aparicio, España (2006)
El reino del Minotauro
(Octava sombra)
Es la ciudad de la desolación y el desamparo;
en ella, en número infinito se alzan las torres herméticas de lo imposible. Son torres truncadas por su base. Solitarias y sin
sombra, claman por un cielo lejano e indiferente. La ciudad está trazada como
un gélido pensamiento urbanístico de ciegas contradicciones.
Las torres sin puertas ni
ventanas, parecen temer el peso de las nubes, que sugieren desde sus formas
férreas la milagrosa imposibilidad de lo ingrávido. En cada torre, un reló
repite inexacta la hora, y sobre cada torre, un mirlo azul metálico da la única
e inexplicable nota de color a esta ciudad silenciosa.
Pronto verás huir –me
dijeron− a la mujer de la desesperación. La blanca levedad de su cuerpo quizá
te distraiga del drama que desgarra su abandono. Teme sus labios, pues en ellos
toda dulzura se hace negra y acre.
Al poco, tal si fueran
señales a la entrada de un laberinto griego, hallé unas huellas de labios
impresas en las bases de las torres, y deseando dibujarlas, temeroso como
estaba, me abstuve.
En el caminar llegué hasta
la orilla de un mar inacabable. Su lejanía infinita la formaban bloques de
asfalto y hormigón que crujían terribles al entrechocar al modo de las olas. En
su centro, un buque herrumbroso custodiaba el orden lineal de todas aquellas
torres. Conocí entonces el poder del Mar Seco.
Cuando pensé en huir, un
muchacho luminoso me contuvo: No lo hagas –me advirtió−, éste es el Reino del
Minotauro, y mi señor desea jugar contigo una partida de ajedrez.
Y supe que de nuevo me
hallaba en los días de Cnossos.
Rafael Pérez Estrada, España (2006)
Rehabilitación de Circe
La preciosísima Circe estaba aburrida de la simplicidad de Ulises. Si bien
era fogoso, bien dotado y bello, la convivencia no daba para más. Solía
convertirlo en perro para propinarle patadas, y él sollozaba y le imploraba
perdón. Lo transformaba en caballo para galopar por la isla de Ea, fustigándolo
con dureza. Lo transmutaba en cerdo para humillarlo alimentándolo con
desperdicios. Volvía a darle forma humana para hacer el amor, y volvía a
fastidiarse con su charla insulsa. Por fin lo expulsó del reino, le restituyó
su barca y sus tripulantes y lo dotó con alimentos para un largo viaje. “Vete y
no vuelvas”, ordenó con voz terminante al lloroso viajero, “y cuenta lo
que quieras para quedar bien ante la historia”. Después sopló un hálito mágico
para hinchar la vela de la embarcación.
Diego Muñoz Valenzuela, Chile (2007)
Electra
Hilaria levanta los ojos de la labor y observa risueña
cómo Abigaíl, su nieta de seis años, se entretiene recortando una revista.
—Y dime, vida mía, ¿tú qué quieres ser de mayor? —le
pregunta.
Abigaíl aplica pegamento al reverso de una modelo en
bikini y aplasta el recorte contra un folio en blanco.
—Yo de mayor quiero ser mamá —responde, sin ningún asomo
de duda.
Enternecida, Hilaria retoma la labor.
Al cabo de un rato, vuelve a levantar la vista.
—¿Y cuántos hijos vas a tener, cielo?
Abigaíl termina de recortar un adonis con chaqué y lo
fija junto a la modelo en bikini.
—A mí los hijos me traen sin cuidado —contesta en un tono
didáctico, como si ella fuese la abuela, y la abuela una niña—. Yo lo que
quiero es dormir con papá.
Rubén Abella, España (2010)
[Ulises Selfa]
Ulises Selfa. Jugador del Hércules Club de Fútbol en la temporada
85-86. Ese era el único cromo que le
faltaba. Tenía todos los demás de ese álbum. Tenía veinte álbumes de cromos
completos de veinte temporadas consecutivas. Solo le faltaba Ulises Selfa, delantero
centro, máximo goleador del campeonato en su año. Solo uno.
Y
mira que lo había buscado. En el kiosco, en el rastro, en corrillos, en
anticuarios. Pero aquel último cromo parecía habérselo tragado la tierra. Para
algo había hecho la editorial solo un cromo del jugador, para que hubiera que
buscarlo.
Pasaba
las tardes de su jubilación escudriñando el mundo, buscando el cromo.
El
cromo único, solo ese le faltaba, en algún sitio tenía que estar.
—Tranquilo,
cariño, lo encontrarás —le consolaba su mujer a menudo mientras valoraba si era
ya el momento de entregárselo o todavía era mejor regalo su ausencia.
Pablo Albo, España (2011)
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