Σάββατο 19 Απριλίου 2014

El fin de las generaciones, de Enriqueta Antolín

No hay tal fin, porque no hay ni ha habido tales generaciones. Las “generaciones” son un invento de los críticos y estudiosos de la literatura, que padecen el síndrome profesoral del cuadro sinóptico. Sin clasificaciones no pueden explicar la realidad. Un estudio detallado de las llamadas generaciones (la del 98, la del 27, la de los 50...) nos llevaría a la conclusión de que se trata de algo forzado, a posteriori.
            El crítico estudia y concluye que hay unas características que se repiten en unos determinados escritores (lo mismo pasa con los artistas plásticos o con los músicos, por ejemplo). Los que no las cumplen –y suelen ser muchos– quedan fuera. De este modo la clasificación que termina por imponerse es, por su propia naturaleza, profundamente injusta. Los que no constan en la lista; los que no llevan el marchamo que los acredita como pertenecientes al prupo elegido y representativo son, a su vez, agrupados entre ellos. Pero ese nuevo grupo ya no aparece en los libros de texto. Son los exluidos, los malditos. De ellos se habla raramente, y siempre en libros o en la programación de instituciones culturales tan marginales o malditas como ellos mismos.
            En estos días la revisión le ha tocado a Altolaguirre. La Residencia de Estudiantes de Madrid ha decidido rescatarlo, y los periódicos lo descubren con un entusiasmo desmedido. El desclasificado vive un momento de gloria, y hasta se reeditan sus inencοntrables escritos. Lo que no quiere decir que se vendan ni que se lean. Finalmente, y como era de suponer, los malditos terminan por resultar más interesantes que los benditos.
            Ningún crítico ni escritor a la moda se atreve a sentirse al margen. No obstante, ser adepto y adicto a los excluidos es un signo de distinción. Un modo de desmarcarse de la norma, entendida como vulgaridad. Una manera fácil de convertirse también en crítico o intelectual exquisito.
Es más que probable que a los escritores de una generación determinada no les una nada diferente que lo que une a cualquier otro grupo de ciudadanos. En épocas de postguerra, por ejemplo, el escritor habla del hambre, de la represión, de la muerte y la tristeza. Por otra parte, tampoco podría hablar de otra cosa: el mundo que habitan sus personajes es el mundo en que él mismo vive. Y, con frecuencia, el único que conoce. Esa mujer que refleja un mundo entrevisto entre visillos vive también confinada detrás de las mismas ventanas. Y esa misma sociedad desesperada, esa realidad opresiva que está ahí afuera y de la que los protagonistas y sus creadores querrían escapar es la misma realidad que se asoma a los cuadros de los pintores de la misma época; o la de los compositores que “ponen la oreja” a los sonidos que llegan de lejos y tratan de recrearlos sin saber muy bien a qué atenerse.
            También es cierto que en cualquier época están los que van a su aire. Los que ni escuchan, ni se enteran de lo que pasa a su alrededor. Los que no quieren enterarse. Ésos siguen componiendo pasodobles en el siglo XΧΙ, pintando toreros y escribiendo falsas historias de romanos (o de griegos de la antigüedad, que también son muy sugerentes). O peor todavía: de esoterismos. De cruzados, de brujos, de inquisiciones y santos griales, de castillos y fantasmas.
            ¿Será éste, quizás, el nexo que una a la supuesta generación literaria actual? ¿Será la huida hacia atrás, los vendajes en los ojos, el escapismo, la alienación buscada y consentida el epígrafe bajo el cual los críticos del futuro agruparán a la generación a caballo entre los siglos XX y XXI?
            A primera vista parece un disparate, pero una observación atenta de los títulos que se ven en los escaparates de las librerías y aparecen en las listas de los libros más leídos hace temerlo. Hasta hace poco, a estas historias no se les llamaba literatura. Pero desde hace algún tiempo las editoriales serias, las que están orgullosas de su apuesta por la literatura de verdad, parecen haber descubierto que la exquisitez no es buen negocio. Y algunos –cada vez más– de los escritores que se sentían cómodos escribiendo bien y vendiendo regular se han apuntado al equipo ganador y andan buscando excusas para explicar que el continente no tiene por qué condicionar el contenido. O, dicho de otro modo: que las apariencias engañan. Y que aunque en la portada de su última y triunfante novela aparezca un corazón sangrante y un enmascarado cabalgando un dragón, se trata en realidad de una reflexión modernísima sobre los problemas del hombre actual frente a la globalización.
            Sería un desastre. Sería una locura, pero otras locuras peores se han dado en la humanidad y aquí seguimos. En estos días los periódicos están hablando cada vez con más desparpajo de la conveniencia de ir pensando en otros soportes más modernos para la literatura. El libro tal como lo conocemos, dicen, está quedándose obsoleto. Cada vez es más difícil y más caro obtener papel. Cada vez son más raros los que quieren dedicarse al difícil oficio de editar. Cada día son menos los ciudadanos que dedican una tarde a remirar en los estantes de las librerías: cada día se cierra una librería en cualquier ciudad. Y sólo muy raramente se abre otra.

            Mejor sería, en mi opinión, no hablar más de generaciones literarias. Porque si nos empeñamos en seguir haciéndolo, los que todavía tenemos fe en la literatura deberíamos empezar o a reciclarnos o a considerarnos –sin esperar a que nos clasifiquen los demás– como los representantes de la última generación de escritores a los que no sólo importaba qué contaban sino cómo lo contaban. La generación de los empecinados, podrían llamarnos, por ejemplo. O, mejor todavía y para estar más a la moda: “La Generación de los Cruzados del Más Allá”.

Conferencia promunciada por la escritora Enriqueta Antolín en Atenas el 28 de noviembre de 2005, en el marco de la mesa redonda que, bajo el título "El fin de las generaciones", organizó el Instituto Cervantes de Atenas con la participación también de Hipólito González Navarro, Javier Azpeitia y Konstantinos Paleologos.

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