Oráculo en Atenas
Debo a la Octava edición del Festival
Heleno-Iberoamericano de Literatura en Atenas, al Instituto Cervantes y a la
Embajada de México en Grecia la anhelada oportunidad de visitar la tierra de
tantas lecturas fundamentales. En un acto de rara solidaridad con el pueblo
griego tuve el irracional atrevimiento de pedir prestada una sabana del hotel y
cruzar encuerado la mítica Plaza Syntagma –con cierto alivio ante el calor—a
paso lento pero decidido hacia la Akrópolis. A pesar de que no pocos vecinos me
confundieron con Demis Roussos, hice caso omiso de los chiflidos y logré llegar
a las faldas del inmenso monolito, sin considerar que el calor no sólo subía de
intensidad, sino que aumentaba en la medida en que los rayos del Sol rebotan
del mármol. El mareo me impide recordar a partir de qué momento empecé a
balbucear frases sueltas (quizá memorizadas desde la lejana infancia, cuando
Anthony Queen me hizo creer que yo también podría ser como Zorba) y ya al pie
del Partenón, me hallaba hablando solo esa rara mezcla de impostado arameo con
etimologías que se quedaron congeladas desde los años de preparatoria.
Agradezco
al grupo de amables turistas canadienses y norteamericanos que me bañaron el
cráneo con agua helada de sus botellitas turísticas, aunque aprovecho para aclararles
que no soy el Oráculo de Delfos ni poseo poderes de adivinación (a pesar de
haberlo asegurado con la mano en alto) y agradezco que me hayan confundido con
John Belushi en su versión de Animal
House durante la improvisada sesión fotográfica en la que me retrataron al
pie de la grúa de Petroclo, estacionada en la esquina del inmenso templo, casi
enfrente de las Cariátides (que por cierto, se parecen mucho a unas primas que
me esperan siempre con afecto y hospitalidad en Moroleón, Guanajuato). Fue un
periplo paripatético (más patético que periplo) donde pude evocar algunos
versos de Hesíodo y datos sueltos de la cultura clásica para sorpresa de una
parvada de turistas japoneses y asombro de un infante oligofrénico de nacionalidad
incierta que no dejaba de jalarme la toga y acosarme con pequeñas piedritas que
terminaron por lastimarme un codo. Sobra decir que no se me permitió el acceso
al majestuoso Museo de la Acrópolis y, menos aún, cuando argumenté (presa del
delirio) que con la decidida salida del Reino Unido de la llamada Unión Europea
deberíamos --¡todos a una!—exigir la inmediata devolución de todas las piezas
de mármol milenario que se robó hace siglos Lord Elgin para abono de las salas
del British Museum de Londres.
De
igual manera, fracasé en mi intento por clonar los pasos milimétricos de los
guardias helénicos que custodian el Parlamento, a pesar de haber cronometrado
mis movimientos como si fuera yo el equipo olímpico de nado sincronizado de
México y haberme calzado por encima de las rodillas mis ya clásicas mallas
blancas (que facilitan la libre circulación sanguínea) y caminar media Atenas
con mis pantuflas con borlas.
Lo
cierto, es que no fracasé en verificar que así como queda intacta la grandeza
milenaria de esta ciudad donde Adriano evocaba al hermoso Antinoo, a la sombra
de unas columnas perfectas, misma ciudad que seduce a todo obeso con el milagro
de su comida indescriptible, así también se percibe como el arruinado escenario
de la debacle económica, la basura apilada en las esquinas y charcos de sangre
al pie de los cajeros automáticos. Es la ciudad de una nación entrañable que no
merece sufrir todas las penurias del desahucio, quedando impunes los políticos
corruptos y los abusivos empresarios que la echaron a la mar sin piedad. Es un
pueblo con alfabeto y conciencia propia, raíces de una rara melancolía
efervescente en sus melodías pegajosas y en la miel de oliva y luna llena. Es
el lugar donde he confirmado amistades a primera vista, con la impagable labor
que han realizado en el taller de traducción que conducen Nikos Pratsinis y
Konstantinos Paleologos, donde casi una veintena de musas han vertido a la
lengua que cantan algunos de mis cuentos, donde queda ya congelada la sombra de
un cetáceo en toga, apoyado en una columna que parece que se tambalea bajo el
techo inalcanzable de las estrellas interminables, y se escucha que viene del
mar un grito a voz en cuello, que repite como coro de tragedia: “¡Grecia
antigua, ven a mí!”.
Jorge
F. Hernández
Diario
Milenio / 30 de junio de 2016
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