Aunque parezca una contradicción, el microrrelato en español es
de tal magnitud y riqueza que ni siquiera hay acuerdo sobre su nombre. Se lo ha
llamado y se lo llama, entre muchas otras posibilidades, minificción,
hiperbreve, textículo, ultracorto, cuántico o nanorrelato. Cada día, podría
decirse, surge un nombre nuevo, como si cada creador quisiera tener su propio
subgénero dentro del género.
Por otra parte, a pesar de que el texto breve hunde sus raíces
en la noche de los tiempos (pensemos en otras formas de expresión de algún modo
relacionadas, como los aforismos, los proverbios, las máximas, el cuento
tradicional, los epitafios o las fábulas), es lícito decir que el cuento breve,
con ambición narrativa o literaria, surge en lengua española a principios del
siglo XX, con autores como Rubén Darío, Vicente Huidobro, Juan Ramón Jiménez,
Gabriela Mistral, José Antonio Ramos Sucre o Alfonso Reyes. No obstante, basta
echar un vistazo a la
antología Cuentos breves y extraordinarios, de Jorge Luis
Borges y Adolfo Bioy Casares, para encontrarse con textos maravillosos del
chino Wu Ch’eng-en, del siglo XVI, los franceses Voltaire y Diderot, los
latinos Plutarco y Cicerón, o de Las mil
y una noches.
Pero volvamos al microrrelato en español. La primera dificultad
empieza ya con el intento de definir el género, qué diferencia, por ejemplo, un
aforismo o un cuento de extensión “normal”, de un microrrelato. No soy, ni
quiero ser, un teórico del tema, pero me atrevería a sugerir que el aforismo
está más relacionado con la reflexión filosófica o el pensamiento. El
microrrelato, en cambio, cuenta una historia en poquísimas palabras. Debe
mantener la tensión, a diferencia de lo que ocurre con un relato más largo o
una novela, en la que puede haber sitio para los “espacios vacíos”. En el
microrrelato, como en la poesía, todo debe ser significativo. Dado que es
imposible crear personajes que tengan una verdadera entidad o desarrollar su
psicología, cada texto exige una enorme atención por parte del lector, que de algún
modo debe completar aquello que se le ofrece, captando la referencia a un
determinado acontecimiento, a una película o a una novela. Y, a diferencia de
lo que ocurre con una novela, cayendo otra vez en una aparente contradicción,
no es conveniente leer un libro de microrrelatos de un tirón, sino poco a poco,
deteniéndose en cada texto, releyéndolo, rehaciendo el camino una y otra vez.
El lector apresurado o inexperto sólo se queda en la superficie de los textos. Así,
se dejan de lado los fundamentales aspectos metaliterarios.
Pese a su centenaria tradición, el microrrelato comienza a
alcanzar la mayoría de edad, por lo menos en cuanto a su reconocimiento, con la
publicación del cuento “El dinosaurio”, de Augusto Monterroso, en su libro Obras completas (y otros cuentos), de
1959. Considerando su relevancia, no me resisto a leerlo:
EL DINOSAURIO
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
No es que este texto sea el mejor microrrelato de la historia, quizá
ni siquiera el mejor de su autor, pero de lo que no hay duda es de que marcó un
antes y un después. En él hallamos casi todas las características de un
microrrelato: economía verbal, austeridad con un mínimo de combinaciones, evitación
del confesionalismo, riqueza de vocabulario, precisión de la palabra escogida,
el absurdo y, claro está, el distanciamiento y la ironía, más que el humor
vulgar.
Pero ahora, antes de adentrarme en mi acercamiento al relato
hiperbreve, debo hacer una confesión: yo no me siento exactamente, o
exclusivamente, un autor de microrrelatos. Creo que mi libro Descortesía del suicida es más bien una
“ensaladilla” o, en términos más académicos, una “miscelánea”, en la que se
mezclan los relatos propiamente dichos con otro tipo de textos: anécdotas,
chistes, aforismos y breves poemas en prosa, que podrían tener perfecta cabida
en un libro de poesía. También es, para mí, una especie de diario personal, en
el que he ido apuntando cosas que me han ocurrido o se me han ocurrido a lo largo
de muchos años. En otras palabras, es un libro “fronterizo”, “mestizo” o
“híbrido” entre distintos géneros, entre los que sí, es verdad, se incluye el microrrelato.
Para hablar de mi iniciación en el relato hiperbreve o de mi
aproximación a él, bastará recordar que nací en Argentina, donde hay verdaderos
maestros en esta especialidad, como Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y
Julio Cortázar. Tampoco puedo soslayar la importancia que tuvo para mí la
lectura de la revista mexicana “El Cuento”, que dirigía el escritor Edmundo
Valadés y que yo recibía regularmente en Buenos Aires, a principios de los años
setenta. Precisamente en ella, hace ya más de treinta años, leí por primera vez
a Augusto Monterroso. En cada número, “El Cuento” organizaba un concurso de
relato hiperbreve, lo cual ayudó sobremanera a la difusión del género. Aparte
de Borges, Bioy Casares, Cortázar, Monterroso y Valadés, también excelente
cuentista, además de editor, son infinitos los autores españoles o latinoamericanos
editados en España que merecerían ser citados aquí: Enrique Anderson Imbert,
Juan José Arreola, Isidoro Blastein, Raúl Brasca, Marco Denevi, Julio Torri,
Cristina Fernández Cubas, Eduardo Galeano, Luis Mateo Díez, José María Merino,
Andrés Neuman, Alejandra Pizarnik, Max Aub, Ednodio Quintero, Ana María Shua,
Luisa Valenzuela y un largo etcétera. Todos ellos, algunos muertos y otros
felizmente vivos y en activo, son dignos de ser leídos con aprovechamiento y
pertenecen a los más de veinte países en que se practica el relato hiperbreve.
En lo que a mí se refiere, también debo aludir a otros autores
que, fuera del ámbito de la lengua española, han tenido, de alguna manera, una
gran influencia sobre mí o con los que al menos siento una gran afinidad:
Robert Walser, Franz Kafka y Thomas Bernhard, de quienes hay excelentes
traducciones al castellano, y Gesualdo Bufalino y Ennio Flaiano, dos escritores
italianos a los que siempre he seguido con mucho interés. No quiero terminar
estas escuetas palabras, antes de empezar la lectura de algunos textos de Descortesía del suicida, sin
recomendarles que busquen urgentemente dos cuentos brevísimos y memorables:
“Borges y yo”, de Jorge Luis Borges, y “Continuidad de los parques”, de Julio
Cortázar. Ambos son prueba de que no se necesita más de una página para
escribir una obra maestra.
Conferencia pronunciada por
el escritor argentino, afincado en Barcelona, Carlos Vitale el 20 de febrero de
2012 en el Instituto Cervantes de Atenas, durante la presentación de la edición en griego (trad. Alexandra Golfinopoulou) de su libro
Descortesía del suicida.