No hay tal
fin, porque no hay ni ha habido tales generaciones. Las “generaciones” son un
invento de los críticos y estudiosos de la literatura, que padecen el síndrome
profesoral del cuadro sinóptico. Sin clasificaciones no pueden explicar la
realidad. Un estudio detallado de las llamadas generaciones (la del 98, la del
27, la de los 50...) nos llevaría a la conclusión de que se trata de algo
forzado, a posteriori.
El
crítico estudia y concluye que hay unas características que se repiten en unos
determinados escritores (lo mismo pasa con los artistas plásticos o con los
músicos, por ejemplo). Los que no las cumplen –y suelen ser muchos– quedan
fuera. De este modo la clasificación que termina por imponerse es, por su
propia naturaleza, profundamente injusta. Los que no constan en la lista; los
que no llevan el marchamo que los acredita como pertenecientes al prupo elegido
y representativo son, a su vez, agrupados entre ellos. Pero ese nuevo grupo ya
no aparece en los libros de texto. Son los exluidos, los malditos. De ellos se
habla raramente, y siempre en libros o en la programación de instituciones
culturales tan marginales o malditas como ellos mismos.
En
estos días la revisión le ha tocado a Altolaguirre. La Residencia de
Estudiantes de Madrid ha decidido rescatarlo, y los periódicos lo descubren con
un entusiasmo desmedido. El desclasificado vive un momento de gloria, y hasta
se reeditan sus inencοntrables
escritos. Lo que no quiere decir que se vendan ni que se lean. Finalmente, y
como era de suponer, los malditos terminan por resultar más interesantes que
los benditos.
Ningún
crítico ni escritor a la moda se atreve a sentirse al margen. No obstante, ser
adepto y adicto a los excluidos es un signo de distinción. Un modo de
desmarcarse de la norma, entendida como vulgaridad. Una manera fácil de
convertirse también en crítico o intelectual exquisito.
Es más que probable
que a los escritores de una generación determinada no les una nada diferente
que lo que une a cualquier otro grupo de ciudadanos. En épocas de postguerra,
por ejemplo, el escritor habla del hambre, de la represión, de la muerte y la
tristeza. Por otra parte, tampoco podría hablar de otra cosa: el mundo que
habitan sus personajes es el mundo en que él mismo vive. Y, con frecuencia, el
único que conoce. Esa mujer que refleja un mundo entrevisto entre visillos
vive también confinada detrás de las mismas ventanas. Y esa misma sociedad desesperada,
esa realidad opresiva que está ahí afuera y de la que los protagonistas y sus
creadores querrían escapar es la misma realidad que se asoma a los cuadros de
los pintores de la misma época; o la de los compositores que “ponen la oreja” a
los sonidos que llegan de lejos y tratan de recrearlos sin saber muy bien a qué
atenerse.
También
es cierto que en cualquier época están los que van a su aire. Los que ni
escuchan, ni se enteran de lo que pasa a su alrededor. Los que no quieren
enterarse. Ésos siguen componiendo pasodobles en el siglo XΧΙ, pintando toreros y escribiendo
falsas historias de romanos (o de griegos de la antigüedad, que también son muy
sugerentes). O peor todavía: de esoterismos. De cruzados, de brujos, de
inquisiciones y santos griales, de castillos y fantasmas.
¿Será
éste, quizás, el nexo que una a la supuesta generación literaria actual? ¿Será
la huida hacia atrás, los vendajes en los ojos, el escapismo, la alienación
buscada y consentida el epígrafe bajo el cual los críticos del futuro agruparán
a la generación a caballo entre los siglos XX y XXI?
A
primera vista parece un disparate, pero una observación atenta de los títulos
que se ven en los escaparates de las librerías y aparecen en las listas de los
libros más leídos hace temerlo. Hasta hace poco, a estas historias no se les
llamaba literatura. Pero desde hace algún tiempo las editoriales serias, las
que están orgullosas de su apuesta por la literatura de verdad, parecen haber
descubierto que la exquisitez no es buen negocio. Y algunos –cada vez más– de
los escritores que se sentían cómodos escribiendo bien y vendiendo regular se
han apuntado al equipo ganador y andan buscando excusas para explicar que el
continente no tiene por qué condicionar el contenido. O, dicho de otro modo:
que las apariencias engañan. Y que aunque en la portada de su última y
triunfante novela aparezca un corazón sangrante y un enmascarado cabalgando un
dragón, se trata en realidad de una reflexión modernísima sobre los problemas
del hombre actual frente a la globalización.
Sería
un desastre. Sería una locura, pero otras locuras peores se han dado en la
humanidad y aquí seguimos. En estos días los periódicos están hablando cada vez
con más desparpajo de la conveniencia de ir pensando en otros soportes más
modernos para la literatura. El libro tal como lo conocemos, dicen, está
quedándose obsoleto. Cada vez es más difícil y más caro obtener papel. Cada vez
son más raros los que quieren dedicarse al difícil oficio de editar. Cada día
son menos los ciudadanos que dedican una tarde a remirar en los estantes de las
librerías: cada día se cierra una librería en cualquier ciudad. Y sólo muy
raramente se abre otra.
Mejor
sería, en mi opinión, no hablar más de generaciones literarias. Porque si nos
empeñamos en seguir haciéndolo, los que todavía tenemos fe en la literatura
deberíamos empezar o a reciclarnos o a considerarnos –sin esperar a que nos
clasifiquen los demás– como los representantes de la última generación de
escritores a los que no sólo importaba qué contaban sino cómo lo contaban. La
generación de los empecinados, podrían llamarnos, por ejemplo. O, mejor todavía
y para estar más a la moda: “La Generación de los Cruzados del Más Allá”.
Conferencia promunciada por la escritora Enriqueta Antolín en Atenas el 28 de noviembre de 2005, en el marco de la mesa redonda que, bajo el título "El fin de las generaciones", organizó el Instituto Cervantes de Atenas con la participación también de Hipólito González Navarro, Javier Azpeitia y Konstantinos Paleologos.
Δεν υπάρχουν σχόλια:
Δημοσίευση σχολίου