Yo quiero participar también de
ese hermoso juego, tan español, que consiste en construir un castillo de naipes
para después derrumbarlo de un manotazo: les citamos aquí para hablarles de las
generaciones literarias y después, uno por uno, todos los componentes de la
mesa les decimos que eso de las generaciones literarias es un invento sin
sentido.
Pues bien, sea: las
generaciones literarias, desde mi punto de vista, no existen, son una fantasía
del reduccionismo simplista de la crítica literaria, que habla en general de
aquello de lo que no se puede hablar sino de manera individualizada. El
concepto de generación literaria pertenece al pasado, está obsoleto. Es un producto de mercadotecnia decimonónico: los
escritores se veían pequeños y se asociaban en tertulias literarias, y formaban
generaciones a las que ellos mismos daban nombres pomposos relacionados con
fechas simbólicas. Era el modo de ir haciendo Historia (con mayúscula, como se
ponía entonces), antes aún de hacer literatura, la literatura de siempre.
Por ejemplo:
Valle-Inclán es probablemente el autor más importante de la literatura española
del siglo XX. Los libros de texto encuadran a Valle en la literatura de la
Generación del 98. ¿Qué me dicen a mí las generalidades de la Generación del 98
del genio asombroso de Valle, de su forma de hacer literatura, en constante
evolución? No me dicen nada.
Es más fácil
entender a Valle leyéndolo, claro. O hablando de su vida en general: siempre es
más fácil conocer la obra de un autor atendiendo a su individualidad, que es lo
que hacemos actualmente: nos encantan las biografías, que muchas veces nos dan
las claves de genios tan singulares como son estos escritores. Aunque, bien
pensado, si seguimos con el ejemplo, lo que sabemos de la vida de Valle está
tergiversado por la leyenda "literaria" que él mismo provocó en torno
a su figura, de tal modo que tanto el joven Valle aristocrático y carlista como
el viejo anarquista contestatario son una patraña que no explica sino muy
elementalmente su obra. Si yo quiero analizar un libro de Valle tan fascinante
como Luces de Βohemia, tengo que hacerlo con la obra en
la mano, y dejando la vida del autor y la de sus colegas de época de lado.
Y es que analizar la
obra literaria a partir del genio individual y de la vida más o menos
aventurera del autor, como hacemos ahora con nuestro culto al individuo, es
casi tan inútil como hacerlo con el viejo criterio de las generaciones. Me van
a permitir entonces que me escape un poco del tema que nos ha reunido, después
del consabido manotazo al castillo de naipes, y que intente hablar un poco de
literatura, sin generaciones y sin autores. A mí me parece que ya hemos acabado
con el concepto de generación, bastante molesto para la lectura. Sólo falta que
le demos una buena patada a otro molesto concepto, omnipresente: el de autor.
Lo que importa de Rimbaud es su poesía, no la formación del simbolismo ni sus
devaneos en el mundo africano de la trata de blancas. Hay que quitar de en
medio a los autores y apagar el ruido de sus camarillas.
En varios momentos
de su obra, Ricardo Piglia, el gran escritor argentino, establece una evidente
relación entre literatura y futuro, y lo hace con frases contundentes (una de
sus virtudes): «El tiempo de la novela es el futuro». Es una pena que esto lo
diga varias veces, pero pasando siempre de puntillas por el asunto, sin aclarar
mucho más, porque Piglia es un pensador, además de un escritor original, y yo
sólo soy un escritor que reescribe historias antiguas, escritor de literatura
mitológica, un género en extinción. Disculpen, por tanto, los balbuceos al
hablar de algo con lo que ni siquiera Piglia se atreve del todo. No es un tema
sencillo, aunque intuitivamente sé bien que es
el tema.
Empiezo con otra
cita, de Carlos García Gual. Este profesor, maestro de lectores, daba una
definición de mito que me acompaña desde que la leí. El mito es, según él, un
terreno extraño, que reconocemos siempre por una sencilla razón: antes de
leerlo lo hemos recorrido ya en sueños. Es una magnífica definición para la
literatura mitológica, una literatura sin generaciones y sin autor; una
literatura eterna, dicho sea esto con la menor pompa posible.
Yo creo que del
mismo modo que nuestro ADN, el ADN de cualquiera de nosotros, transmite en su
estructura la información de toda la especie, del mismo modo en que el ADN es
un libro en el que está escrita la historia de la especie y el camino por el
que la especie va, según la metáfora que utilizan los propios científicos, de
ese mismo modo la literatura transmite de padres a hijos información de la
especie, una información que valoramos pero no conseguimos comprender, como
apenas entendemos las funciones y el sentido del ADN, por mucho que lo
valoremos.
Hace algunos años
leí la autobiografía de Edgar O. Wilson, un naturalista, como él se denominaba
a sí mismo. Wilson acuñó junto a otros colegas términos hoy imprescindibles,
como biofilia o biodiversidad. Pues bien, decía Wilson que cualquiera podía
comprobar lo difícil que resulta enseñar a un niño a temer a los enchufes,
comparado con lo fácil que resulta enseñarle a temer a las serpientes. La
explicación de esto la daba Wilson con una de las bases de su muy discutida
teoría de la biofilia: si un niño no sabe que un enchufe es mucho más peligroso
que una serpiente es porque la información de que los enchufes son peligrosos
la tiene nuestra especie desde hace unas decenas de años, y sin embargo desde
hace diez millones de años los antecesores de la especie humana vienen pisando
serpientes por descuido y acarreando con las consecuencias, a veces mortales,
del consiguiente mordisco. Pisar una serpiente venenosa es una hermosa metáfora
del amor en la poesía helenística, no lo olvidemos, por poner un ejemplo
reciente. Y Wilson daba en su libro una descripción de los síntomas que
presenta el niño cuando encuentra una serpiente: la espina dorsal se estremece,
los ojos se humedecen, aumenta la salivación, la piel hormiguea y el vello se
eriza. Es siempre así, cuando un individuo de nuestra especie se encuentra por
primera vez con una serpiente. Está fascinado y quiere tocarla, pero hay algo que
lo paraliza y le impide hacerlo.
Cuando leí esto,
hace ya bastantes años, la cosa me sorprendió seriamente. Ya he hablado de ello
en algún otro lugar, porque esa lectura está en el origen de mi decisión de
convertirme en escritor. Lo cierto es que los síntomas físicos descritos por
Wilson coincidían literalmente con los que da Robert Graves, en La Diosa Blanca, una obra que yo había
leído mucho antes, como prueba de que uno se halla ante una verdadera poesía:
una poesía es verdadera cuando al leerla la columna dorsal se estremece,
salivamos y en la piel se nos pone carne de gallina, como decimos algunos en
castellano. La literatura es como una serpiente, la verdad. Y la reconocemos
cuando estamos ante ella porque nuestra especie tiene modos de avisar a sus
pobres especímenes de que se hallan en peligro.
Lo que importa no
son las generaciones literarias, sindicatos de colegas que se apoyan en
camarilla con el afán de pasar a la historia de la literatura; ni siquiera
importa el autor, ese supuesto genio incomprendido, distinto, especial, y bla,
bla, bla. Y creo que se puede decir más: no importa tampoco la calidad concreta
de ciertas obras literarias, aunque sé que hablar de eso requeriría más tiempo
del que tenemos aquí. Lo que verdaderamente importa es que la literatura fluya
y siga transmitiéndose. En cada época la literatura habla de las obsesiones de
moda, de las preocupaciones sociales o éticas del momento, como un señuelo para
despertar el interés y sobrevivir. Es una serpiente que fluye en el tiempo y
cuyo sentido no entendemos. Más allá de las vanidosas generaciones y de los
pobres autores, la literatura permanece, y permanece escondida, como una
serpiente a punto de mordernos.
Conferencia promunciada en Atenas el 28
de noviembre de 2005, en el marco de la mesa redonda que, bajo el título
"El fin de las generaciones", organizó el Instituto Cervantes de
Atenas con la participación también de Hipólito González Navarro, Enriqueta Antolín
y Konstantinos Paleologos.
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