Παρασκευή 16 Μαΐου 2014

El fin de la generaciones literarias: generar literatura, de Javier Azpeitia



Yo quiero participar también de ese hermoso juego, tan español, que consiste en construir un castillo de naipes para después derrumbarlo de un manotazo: les citamos aquí para hablarles de las generaciones literarias y después, uno por uno, todos los componentes de la mesa les decimos que eso de las generaciones literarias es un invento sin sentido.
Pues bien, sea: las generaciones literarias, desde mi punto de vista, no existen, son una fantasía del reduccionismo simplista de la crítica literaria, que habla en general de aquello de lo que no se puede hablar sino de manera individualizada. El concepto de generación literaria pertenece al pasado, está obsoleto. Es un  producto de mercadotecnia decimonónico: los escritores se veían pequeños y se asociaban en tertulias literarias, y formaban generaciones a las que ellos mismos daban nombres pomposos relacionados con fechas simbólicas. Era el modo de ir haciendo Historia (con mayúscula, como se ponía entonces), antes aún de hacer literatura, la literatura de siempre.
Por ejemplo: Valle-Inclán es probablemente el autor más importante de la literatura española del siglo XX. Los libros de texto encuadran a Valle en la literatura de la Generación del 98. ¿Qué me dicen a mí las generalidades de la Generación del 98 del genio asombroso de Valle, de su forma de hacer literatura, en constante evolución? No me dicen nada.
Es más fácil entender a Valle leyéndolo, claro. O hablando de su vida en general: siempre es más fácil conocer la obra de un autor atendiendo a su individualidad, que es lo que hacemos actualmente: nos encantan las biografías, que muchas veces nos dan las claves de genios tan singulares como son estos escritores. Aunque, bien pensado, si seguimos con el ejemplo, lo que sabemos de la vida de Valle está tergiversado por la leyenda "literaria" que él mismo provocó en torno a su figura, de tal modo que tanto el joven Valle aristocrático y carlista como el viejo anarquista contestatario son una patraña que no explica sino muy elementalmente su obra. Si yo quiero analizar un libro de Valle tan fascinante como Luces de Βohemia, tengo que hacerlo con la obra en la mano, y dejando la vida del autor y la de sus colegas de época de lado.
Y es que analizar la obra literaria a partir del genio individual y de la vida más o menos aventurera del autor, como hacemos ahora con nuestro culto al individuo, es casi tan inútil como hacerlo con el viejo criterio de las generaciones. Me van a permitir entonces que me escape un poco del tema que nos ha reunido, después del consabido manotazo al castillo de naipes, y que intente hablar un poco de literatura, sin generaciones y sin autores. A mí me parece que ya hemos acabado con el concepto de generación, bastante molesto para la lectura. Sólo falta que le demos una buena patada a otro molesto concepto, omnipresente: el de autor. Lo que importa de Rimbaud es su poesía, no la formación del simbolismo ni sus devaneos en el mundo africano de la trata de blancas. Hay que quitar de en medio a los autores y apagar el ruido de sus camarillas.
En varios momentos de su obra, Ricardo Piglia, el gran escritor argentino, establece una evidente relación entre literatura y futuro, y lo hace con frases contundentes (una de sus virtudes): «El tiempo de la novela es el futuro». Es una pena que esto lo diga varias veces, pero pasando siempre de puntillas por el asunto, sin aclarar mucho más, porque Piglia es un pensador, además de un escritor original, y yo sólo soy un escritor que reescribe historias antiguas, escritor de literatura mitológica, un género en extinción. Disculpen, por tanto, los balbuceos al hablar de algo con lo que ni siquiera Piglia se atreve del todo. No es un tema sencillo, aunque intuitivamente sé bien que es el tema.
Empiezo con otra cita, de Carlos García Gual. Este profesor, maestro de lectores, daba una definición de mito que me acompaña desde que la leí. El mito es, según él, un terreno extraño, que reconocemos siempre por una sencilla razón: antes de leerlo lo hemos recorrido ya en sueños. Es una magnífica definición para la literatura mitológica, una literatura sin generaciones y sin autor; una literatura eterna, dicho sea esto con la menor pompa posible.
Yo creo que del mismo modo que nuestro ADN, el ADN de cualquiera de nosotros, transmite en su estructura la información de toda la especie, del mismo modo en que el ADN es un libro en el que está escrita la historia de la especie y el camino por el que la especie va, según la metáfora que utilizan los propios científicos, de ese mismo modo la literatura transmite de padres a hijos información de la especie, una información que valoramos pero no conseguimos comprender, como apenas entendemos las funciones y el sentido del ADN, por mucho que lo valoremos.
Hace algunos años leí la autobiografía de Edgar O. Wilson, un naturalista, como él se denominaba a sí mismo. Wilson acuñó junto a otros colegas términos hoy imprescindibles, como biofilia o biodiversidad. Pues bien, decía Wilson que cualquiera podía comprobar lo difícil que resulta enseñar a un niño a temer a los enchufes, comparado con lo fácil que resulta enseñarle a temer a las serpientes. La explicación de esto la daba Wilson con una de las bases de su muy discutida teoría de la biofilia: si un niño no sabe que un enchufe es mucho más peligroso que una serpiente es porque la información de que los enchufes son peligrosos la tiene nuestra especie desde hace unas decenas de años, y sin embargo desde hace diez millones de años los antecesores de la especie humana vienen pisando serpientes por descuido y acarreando con las consecuencias, a veces mortales, del consiguiente mordisco. Pisar una serpiente venenosa es una hermosa metáfora del amor en la poesía helenística, no lo olvidemos, por poner un ejemplo reciente. Y Wilson daba en su libro una descripción de los síntomas que presenta el niño cuando encuentra una serpiente: la espina dorsal se estremece, los ojos se humedecen, aumenta la salivación, la piel hormiguea y el vello se eriza. Es siempre así, cuando un individuo de nuestra especie se encuentra por primera vez con una serpiente. Está fascinado y quiere tocarla, pero hay algo que lo paraliza y le impide hacerlo.
Cuando leí esto, hace ya bastantes años, la cosa me sorprendió seriamente. Ya he hablado de ello en algún otro lugar, porque esa lectura está en el origen de mi decisión de convertirme en escritor. Lo cierto es que los síntomas físicos descritos por Wilson coincidían literalmente con los que da Robert Graves, en La Diosa Blanca, una obra que yo había leído mucho antes, como prueba de que uno se halla ante una verdadera poesía: una poesía es verdadera cuando al leerla la columna dorsal se estremece, salivamos y en la piel se nos pone carne de gallina, como decimos algunos en castellano. La literatura es como una serpiente, la verdad. Y la reconocemos cuando estamos ante ella porque nuestra especie tiene modos de avisar a sus pobres especímenes de que se hallan en peligro.
Lo que importa no son las generaciones literarias, sindicatos de colegas que se apoyan en camarilla con el afán de pasar a la historia de la literatura; ni siquiera importa el autor, ese supuesto genio incomprendido, distinto, especial, y bla, bla, bla. Y creo que se puede decir más: no importa tampoco la calidad concreta de ciertas obras literarias, aunque sé que hablar de eso requeriría más tiempo del que tenemos aquí. Lo que verdaderamente importa es que la literatura fluya y siga transmitiéndose. En cada época la literatura habla de las obsesiones de moda, de las preocupaciones sociales o éticas del momento, como un señuelo para despertar el interés y sobrevivir. Es una serpiente que fluye en el tiempo y cuyo sentido no entendemos. Más allá de las vanidosas generaciones y de los pobres autores, la literatura permanece, y permanece escondida, como una serpiente a punto de mordernos.




Conferencia promunciada en Atenas el 28 de noviembre de 2005, en el marco de la mesa redonda que, bajo el título "El fin de las generaciones", organizó el Instituto Cervantes de Atenas con la participación también de Hipólito González Navarro, Enriqueta Antolín y Konstantinos Paleologos.

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