CIERVO
Estás en el puentecillo de madera sobre el
Thololakka. Tienes catorce años. Has dejado la bicicleta sobre el suelo del
puente. Es febrero, el torrente baja con fuerza. El agua espumea bajo tus pies.
Te has inclinado sobre el pretil. Observas distraído los pequeños arcoíris que
levitan sobre el agua. Al lado arrancan los primeros abetos que llegan hasta la
cima del monte. Más allá, a más de dos kilómetros, rojean los tejados del
pueblo. La mirada se abre hacia abajo, hasta el lago, en donde desemboca la
barranca. En la mano izquierda apoyas la cabeza, en la derecha sujetas un
bocadillo (lechuga, feta, aceite, aceitunas, orégano) que te ha preparado la
mujer de tu padre; así la llamas y así la llamarás. Escuchas el chapoteo del
agua y ni siquiera sabes en qué estás pensando. Videojuegos, canastas de
baloncesto, compañeras de clase, el entierro (para Pascua hará tres años).
Piensas en el instituto y piensas en el verano y en que te irás un mes de
campamento. Estás ahí y miras el agua y de pronto tus ojos perciben algo
moviéndose muy cerca de ti. Giras la cabeza y ves un ciervo. Es un macho de como
mucho un año. Le han empezado a salir los cuernos. Está débil, tiene frío.
Permanece en el borde de la barranca, a la izquierda del puente. Te mira y tú
lo miras. Le sonríes, y luego cortas un pedazo de tu comida y se lo lanzas. El
ciervo da un paso atrás, y después se queda inmóvil. Se acerca vacilante. Se
dispone a oler la comida, pero al alzar la pata, la tierra caliza cede y el
ciervo cae al agua. Da un grito como un agudo ladrido, pero rápidamente lo
apaga el clamor de la barranca. El ciervo intenta aferrarse a algo, mueve las
patas, trata de clavar los cuernos en la arena del cauce. El agua lo arrastra.
Ya está por lo menos a veinte metros. Pones el bocadillo en el transportín y
agarras la bici. Sales al camino y bajas en paralelo al torrente pedaleando
como un loco. Tu mirada va de los baches del camino de tierra al ciervo en el
agua. Ves cómo pelea mientras el torrente lo lleva de un lado a otro,
lanzándolo contra piedras y ramas secas y útiles agrícolas abandonados y
escombros. Pedaleas lo más rápido que puedes, estás sudando, pero el agua
desciende impetuosa y no alcanzas al animal herido. Solo lo ves a la deriva
bajo el sonido de la corriente, que se confunde en tus oídos con el silbido del
viento. Te aproximas ya a la pequeña desembocadura del torrente, a trescientos
metros del lago. Entonces ves al ciervo inmóvil sobre una roca que se eleva más
o menos un metro, en medio del agua. El ímpetu de la corriente lo lanzó contra
ella, lo zarandeó por encima de la superficie y el cuerpo quedó sobre la piedra.
La piedra, allí donde el agua no llega, está teñida de sangre. Te acercas,
dejas la bicicleta en la orilla. No puedes saber si el animal está muerto. En
todo caso, no se mueve. Atardece. Los ciervos salen en busca de comida cuando
la luz es escasa, piensas. Intentas aproximarte, con cuidado de no resbalar.
Entras en el terreno vecino, cortas una rama de un manzano joven. Punzas con el
palo al animal. Nada. Decides bajar. De lejos ves prendidas las luces del
pueblo. Tu padre y esa habrán vuelto de la poda, primer día. A ti también te
dijeron que fueras, pero hace días que no les hablas. Por eso tomaste la
bicicleta y te echaste al monte. Encuentras un punto de apoyo y desciendes. La
barranca, mientras oscurece, te parece como más embravecida. Tendrá un metro y
medio de profundidad, piensas. Y te metes en el agua. Al principio está helada,
luego más helada. Pero no te importa. Te concentras en cada paso, un pie tras
otro. Te llega el agua hasta el ombligo, pero estás empapado entero. En tu
nariz olor a leña, en los párpados cristales. Alargas los brazos, agarras al
animal. Pesará unos quince kilos. Te lo echas a los hombros, alrededor del
cuello. El regreso ahora es más difícil, no puedes dar rodeos, tu equilibrio
peligra con facilidad. Agua y sangre te chorrean por el pecho. Te paras a tomar
aliento, el frío te traspasa, te perfora. Buscas la parte por la que bajaste,
el sol se ha puesto, no la vislumbras. El agua se hincha sin cesar. Te
detienes. De repente sientes en el cuello el aliento del ciervo. No te lo
crees, será el aire. Pero el animal respira. Y alargas la pierna y avanzas, y
con el peso sobre los hombros tratas de trepar hacia afuera. La tierra está
mojada, ruedan pedruzcos, caes de rodillas. Υ a tientas con el pie, al cabo de un rato,
mientras el lucero de la tarde aparece sobre el valle, alcanzas la orilla.
Estás chorreando, tienes frío. Tienes aún al animal sobre los hombros. Quitas
el faro de la bicicleta y entras en el manzanal vecino. Miras alrededor, en la
otra punta está el cobertizo para las cajas. Aprietas el paso, cruzas el
terreno. La puerta está atrancada, le das una patada, se desencaja. Aseguras
detrás dos bidones, apoyas el faro en su borde para que ilumine el mayor
espacio posible. Luego vas hacia el banco donde se deposita la fruta, colocas
con suavidad al ciervo. La lona del banco está raída y húmeda, teñida de un
rosa aguado. Y tú tiemblas. Tienes fiebre. Buscas algo con lo que hacer fuego.
No encuentras. Corres hacia la bici, coges las cerillas. De regreso recoges
ramas caídas y dentro del cobertizo enciendes fuego. Ahora el lugar está bien
iluminado, es pequeño, pronto se caldeará. En los rincones ves arañas,
excrementos de ratones. Te quitas la ropa, la pones a secar. Coges el banco, lo
arrimas a la lumbre. Te inclinas sobre el ciervo. No respira apenas. Tiene todo
el cuerpo lastimado. Le limpias la sangre con una parte seca de tu camiseta, le
acaricias la cabeza. Coges de la bicicleta el bocadillo, lo cortas en pedazos,
intentas darle de comer. Un instante después el ciervo deja de respirar. Quedas
inclinado sobre él, desnudo, tu sombra ocupa toda el cobertizo. Fuera de la
ventana oyes la lluvia. Del pueblo llegan las campanadas, no has podido contar
cuántas, pero seguro que ha sido un número de dos cifras. Te quedas ahí de pie,
y dices no voy a llorar, pero luego lloras. Y pones una caja boca abajo, te
sientas entre el fuego y el ciervo y dices esta noche aquí me quedo, no quiero,
no voy a volver a casa.
Yanis Palavós (Velventó, Kozani,
1980) estudió Periodismo y Gestión Cultural. Ha escrito las colecciones de
relatos Αληθινή αγάπη και άλλες ιστορίες [Amor verdadero y otras historias] (2007), Aστείο [Broma] (2012),
que fue galardonado con el Premio Nacional de Relato y con el Premio de relato
de la revista Ο Αναγνώστης [El lector], y Το παιδί [El niño] (2019).
Además, ha escrito el guion del cómic Το πτώμα [El cadáver] y Γρα-Γρου [Gra-Gru] (2017),
al que se le otorgaron los galardones al Mejor Cómic y Mejor Guion en los
Premios Griegos del Cómic. Ha traducido obras de William Faulkner, Flannery
O´Connor, Tobias Wolff y Wallace Stegner, entre otros. Libros suyos han sido
traducidos al francés, al sueco y al búlgaro. Yanis Palavós es colaborador del
Programa del Festival de Cine de Salónica.
Δεν υπάρχουν σχόλια:
Δημοσίευση σχολίου