¿esse est percipi?
¿Acaso los escritores viven para siempre? y, si esto es
cierto, al menos para algunos de ellos, ¿cuáles son los factores que mantienen vivo
a un escritor en el mercado literario y en la memoria de los lectores y lo
convierten en un clásico? Éstas son algunas de las cuestiones que motivan la
escritura del presente ensayo, aunque, a veces, conviene que uno inicie su
estudio resaltando, ante todo, lo que no pretende abordar en vez de hacer
hincapié en lo que ambiciona analizar. El presente trabajo, pues, no quiere
“desenterrar” la nómina de los escritores olvidados del siglo xx en España y mucho menos canonizar a
un autor más. Al contrario, pretende investigar cuáles son los requisitos que
debe cumplir un escritor para mantenerse vivo
en las historias literarias y en el recuerdo de los lectores y resaltar el
valor de la búsqueda individual, para la formación de una “sensibilidad”
literaria personal, al margen de los dictados de la industria editorial. Y,
claro, cuando nos referimos a las historias literarias y, más en concreto, a la
historia literaria española del siglo xx,
surgen inevitablemente dos términos estrechamente interrelacionados entre sí,
el del canon y el de las generaciones literarias.
El
término canon, dentro del sistema literario, se emplea para definir una
serie de autores y obras que según el poder (cultural, político y económico)
constituyen un objeto privilegiado de lectura y estudio. El debate acerca de la
validez de este término en el terreno de la literatura es constante (basta
recordar, a título de ejemplo, las aportaciones de autores como Lotman o
Bourdieu), pero fue el crítico literario estadounidense Harold Bloom, en 1994,
con su célebre El canon Occidental (La
escuela y los libros de todas las épocas) quien añadió más leña al fuego.
Bloom, en su libro, que creó bastante polémica en su día, defiende la noción de
una historia de la literatura basada en la incuestionable preeminencia de los
grandes autores de la tradicción occidental (Dante, Shakespeare, Cervantes,
Joyce, etc.). En España, son numerosos los intelectuales que se han ocupado del
tema del canon literario, tanto en su vertiente teórica, como en un sentido más
práctico, esto es, aplicándolo al caso de la literatura española. Destacamos,
por la fuerza de sus argumentos, a José-Carlos Mainer y a José María Pozuelo
Yvancos. Según el primero, un canon literario es “el elenco de nombres que se
constituye en repertorio referencial de las líneas de fuerza de una literatura
y, en tal sentido, es una permanente actualización del pasado”, (1998: 272), al
mismo tiempo que el segundo sitúa el debate actual en torno a la validez y
vigencia de dicho término en el “contexto de crisis de los sentidos
tradicionales de la teoría y de los lugares tradicionales de la crítica”
literarias, un contexto de crisis que afecta en general a las Humanidades en las
últimas décadas (2000: 17) circunstancia que ha llevado a Bloom a atacar
duramente a los detractores del canon, esto es, las críticas marxista y
feminista, los llamados cultural studies
o la deconstrucción, es decir, todo lo que él llama “la escuela del
resentimiento”.
Parejo al término del canon corre, en la crítica
literaria, el término de las generaciones literarias. La literatura española
experimentó a lo largo del siglo xx un período de
indiscutible esplendor y, al mismo tiempo, vivió, como en ningún otro momento
de su historia, bajo la influencia y el peso, por no decir el “uso indiscriminado”
(Gambarte, 1996), de las llamadas “generaciones literarias”, un concepto que
arranca de Ortega y Gasset y, según José-Carlos Mainer (1982: 218), “sirve para
designar el ingreso en la historia de grupos de cierta coherencia que durante
un plazo más o menos corto dan de un modo común diferentes testimonios de lo
que les rodea”. Desde el modernismo hispanoamericano y la generación del 98 a finales del siglo xIx, hasta la generación X a mediados de la década de los 90, los literatos
españoles han sido ordenados, encasillados, examinados, presentados, recordados
u olvidados a la luz de tan arbitrario y dudoso, pero a la par tan
aparentemente necesario para los estudiosos del fenómeno, procedimiento. Las
razones del empleo de esta fragmentación son múltiples, al igual que lo son las
objeciones en contra de dicho método, no obstante, el motivo más importante, de
todos los que “justifican” esta separación artificial, no deja de ser la
necesidad de los críticos e historiadores literarios de organizar sobre el
papel, a base, muchas veces, de criterios superficiales que intentan englobar a
varios autores “en una misma tendencia facilona”, (Gamoneda, 2007), la realidad
literaria circundante, organizar por tanto, o por lo menos pretender hacerlo,
un fenómeno que por naturaleza es, afortunadamente, caótico y variopinto.
Los que
enseñamos literatura española del siglo xx,
nos preguntamos muchas veces acerca del supuesto valor pedagógico, la utilidad
didáctica, de la instalación de “esa especie de unidad métrica indefinible que
se llama generación”, (Gambarte, 1996: 12), ya que es verdad, como sostiene
García Jambrina (2000: 16), que el método generacional, a pesar de haber sido
fuertemente cuestionado, sigue estando vigente en la enseñanza de la literatura
española actual; suponemos que por cómodo, al igual que es cómodo (pero
enormemente peligroso y contraproducente) enseñar, exclusivamente, con la lista
de escritores canónicos a mano. Nuestra suspicacia no tiene que ver sólo con el
sistema de valores que se oculta detrás del canon literario establecido y las
fuerzas que limitan o tratan de limitar la interpretación de los textos, en
este caso, literarios, sino también con algunos casos concretos de autores y
obras olvidados, cuya ausencia de las páginas de las historias literarias en
curso demuestra, según nuestro entender, los fallos que conlleva (los vacíos
que deja) el sistema generacional en la enseñanza de la literatura. Tal es el
caso del escritor asturiano Julián Ayesta (1919-1996) y de su obra maestra Helena o el mar de verano. Nuestro
interés, ya lo hemos declarado, no se centra en la intención de revocar el
canon existente de la narrativa española del siglo xx, entre otras cosas porque no pretendemos establecer un
canon nuevo y porque estamos convencidos de que los ataques al canon lo hacen
más fuerte, más resistente. Nuestra preocupación, como profesores de literatura
es, coincidiendo con Talens (1994: 137), mostrar a nuestros estudiantes que la
exclusión de obras y autores o su inclusión en un canon literario determinado,
así como la periodización generacional, no responden a la existencia de una
verdad exterior, sino a la voluntad de unos centros de poder (académico,
editorial, político, etc.) de reconstruir el pasado desde los intereses del
presente.
Julián
Ayesta nació en Somió, un pequeño pueblo cerca de Gijón, en 1919. En 1934, a
sus 15 años, se afilia a Falange y, cuando estalla la guerra civil, lucha en
varios frentes. Al terminar la guerra, se fue a vivir a Madrid y estudió
Filosofía y Letras y, a la vez, Derecho. En 1947 aprueba las oposiciones a la
carrera diplomática. Su primer destino será, en 1949, Bogotá. A continuación
vendrá Jartum y luego Beirut, Viena, Amsterdam y, por último, a mediados de los
80, Yugoslavia. Las primeras firmas de Ayesta, según su biógrafo y antólogo
Antonio Pau (2001: 25-32), aparecen en el periódico de los jóvenes falangistas Juventud, en el cual, aparte de
artículos de opinión, publica también algunos cuentos de tesis política. Más
importante es su colaboración con la revista de poesía Garcilaso en la que, curiosamente, publica sus colaboraciones en
prosa. De principios de los 40, datan los únicos poemas publicados de Ayesta.
Aparecieron en 1943 en la Antología del
Alba que publicó la Universidad Complutense. Del mismo año, son las dos
primeras obras de teatro del autor: Simplemente
así y El tímido Serafín. Ayesta,
a finales de la década de los 40, principios de los 50, compagina su trabajo de
diplomático con una intensa actividad literaria, no en vano, colabora con casi
todas las revistas literarias de la época: Alférez,
Destino, Índice...
En marzo
de 1952, Ayesta presenta en la Colección Ínsula la obra de su vida: Helena o el mar del verano. Helena significó, al mismo tiempo, el
inicio y la conclusión de la “carrera” novelística del autor. Ayesta no volvió
a publicar narrativa, si exceptuamos una breve joya de trescientas palabras que
apareció en 1987 bajo el título “Somió, entonces...” y que, según Pau (2003:
18), es muy probable que fuera escrita en la década de los 40. En los últimos
años de su vida, Ayesta se dedicó a escribir y reescribir una obra híbrida,
entre teatro y novela, que tituló Cena
ligera con final feliz, pero hasta la fecha sigue inédita.
Sin
embargo, Ayesta continuó escribiendo obras de teatro, “su vocación más
intensa”, según Pau (2001: 81) [El
fusilamiento de los zares en 1961 fue la última obra que editó], críticas
de cine y teatro (en 1954, en la revista Ateneo)
y artículos políticos en el periódico SP
(1968-1969, firmaba en clave: 586.847, el número de su DNI) y, más tarde, en la
revista Sábado Gráfico (1980-1982,
con el seudónimo Pedrolo) y, también, traduciendo novelas como Un puñado de moras de Ignazio Silone
(1955) y obras de teatro. A partir de mediados de los 50, Ayesta empieza, al
igual que otros intelectuales franquistas, a alejarse de las posiciones del
régimen. Esto le acarreó serios problemas con la censura; en 1972, por ejemplo,
el Negociado de Cultura Popular y Espectáculos no autoriza la edición de su
obra de teatro El Estado de Razón. De
ahí, pues, el uso de pseudónimos en sus combativos artículos periodísticos y
algunos destinos “complicados” como Jartum en 1968. Su último destino será,
como ya señalamos, a mediados de los 80, Yugoslavia, pocos años antes de su desintegración.
Luego, efermo de cáncer, se retiró en su pueblo natal, Somió, donde murió el 16
de junio de 1996.
Ayesta,
si exceptuamos su labor periodística, ecribió poco (una novela, cuatro poemas,
diecinueve relatos y un puñado de obras de teatro) y editó menos (prácticamente,
pasó los últimos 35 años de su vida en “silencio” absoluto”). Algunos críticos,
como G. Morán (1996), lo han calificado de “buen escritor de un sólo libro”. No
les falta razón, aunque diríamos que Julián Ayesta más que autor de un sólo
libro, ha sido autor de un personaje único: Helena no apareció de repente en
1952; está en casi toda la producción anterior, en poesía y prosa narrativa,
del autor; Helena encarna, para parafrasear a Francisco Brines, “el único amor
de su vida”. La novela (de apenas 80 páginas) apareció, como señalamos, en
1952, apadrinada, nada más y nada menos, por Vicente Aleixandre, no en vano, la
obra va precedida por unos versos de “Sombra del paraíso” del Nobel a modo de
epígrafe. Helena narra, en tres
partes (VERANO – INVIERNO – VERANO OTRA VEZ) el amor de unos adolescentes, el
anónimo narrador y Helena. La primera parte, el primer verano, sirve como marco
del encuentro de los dos protagonistas que están viviendo el tránsito de la
niñez a la adolescencia. El relajado verano asturiano, la narración empieza un
15 de agosto, contribuye al nacimiento, todavía tímido e inconfesable, del
amor. La segunda parte, el invierno, significa la separación momentánea de los
protagonistas. Ayesta, sirviéndose de un torrencial monólogo interior, saca a
flote las preocupaciones de su protagonista (estudiante en un colegio de
monjes). Temas fundamentales como el pecado, las tentaciones, el demonio, el
cargo de conciencia se alternan con otros triviales como el fútbol o el
movimiento de los protones, en el capítulo, estilísticamente, más interesante
de la obra, en el que Ayesta, con su brillante prosa, encuentra la oportunidad
de manifestar su ya conocido anticlericalismo. En la tercera y última parte, el
segundo verano, vivimos el reencuentro de los dos protagonistas y la maduración
de sus sentimientos. Pueden, por fin, vivir el estallido de su amor, ya no hay
cargos de conciencia, sólo sabores, colores y placer.
La
novela, cuando se editó, tuvo muy buena acogida tanto por parte de los críticos
como de los propios lectores (Pau, 2001: 55). J.L. Cano (1953) habló de una
obra “deliciosa y frutal” y J.M. Jové (1952) de un libro “maravilloso” escrito
con sinceridad, sangre y nostalgia. Pues bien, los críticos, en estos casi 55
años que han transcurrido desde la primera edición de la obra en cuestión, no
han cesado de hablar de la magia, la sensualidad, la frescura y la emoción que
emana Helena, calificándola de “una
joya de estilo, de sencillez narrativa y de sensibilidad”, (Morán, 1996). No
obstante, a pesar de todo esto, a pesar de que cierto crítico, María José
Obiol, lo ha calificado como “uno de los diez libros más importantes de la
narrativa española del siglo xx”,
como reza la faja que acompaña la última edición de la obra (Editorial
Acantilado, 2002), Ayesta y su obra maestra siguen viviendo exluidos del canon
literario español y, por tanto, constituyen, por motivos que pasamos a
analizar, un caso llamativo de la literatura española reciente para todos
aquéllos que estén interesados en analizar, por una parte, los criterios,
tanto literarios como político-institucionales, que rigen en el proceso de
configuración del corpus normativo de textos de la narrativa española del siglo
xx y, por otra, los motivos por los cuales un
escritor, supuestamente valioso, y su obra no han conseguido hasta ahora formar
parte de este corpus.
Para empezar, el nombre de Ayesta brilla por su
ausencia en la mayoría de las historias de la literatura española que circulan
actualmente en el mercado (Barroso Gil, 2000; García López, 1995; Pedraza
Jiménez 1997 y 2000; Sanz Villanueva, 1994; Ynduráin, 1980) y tampoco se
“halla” en las páginas del diccionario enciclopédico Nuevo Espasa Ilustrado 2002. Se menciona sólo una vez en la Historia de la literatura española de
Jesús Menéndez Peláez y otros (2005) y en la Breve historia de la literatura española de Carlos Alvar y otros
(2007). En la primera, una obra de más de 3.000 páginas, lo único que se dice
de Ayesta es que, en la década de los 40 era un cuentista “recién llegado, cuyo
porvenir era entonces una incógnita”, (2005, tomo III: 806) [su nombre, eso sí,
se menciona, ironías de la vida, junto al de Cela]; en la segunda, se hace
referencia a Helena como una “breve
novelita” (2007: 640) de “evocación psicológica y sensibilidad refinada”. No
obstante, y esto es lo curioso, a pesar de no poder considerarse un libro
clásico, propiamente dicho, de la narrativa española reciente, Helena casi nunca ha desaparecido del
mercado, circunstancia de indudable mérito, máxime en los últimos años en los
que las librerías se han convertido en supermercados de novedades o/y, en el
mejor de los casos, de libros clásicos. Así, la primera edición de 1952 fue
seguida por la de 1958 en la editorial madrileña Arión; la tercera edición —que
de alguna manera marca la etapa barcelonesa del libro ya que a partir de
entonces es editado por casas editoriales catalanas— sale en 1974 en Seix
Barral. Si promotor de la primera edición fue Vicente Aleixandre, de la tercera
lo fue otro poeta importante, Pere Gimferrer. A
continuación, tenemos la cuarta edición de 1987, por la editorial Sirmio; la
quinta, en 1996, por la editorial Planeta, y la sexta, en marzo de 2000, por El
Acantilado. Conviene también mencionar que Helena
ha traspasado las fronteras españolas (es de resaltar que en el siglo xxI lo hace con mayor frecuencia) ya que ha sido
traducida al francés, en 1992 (Helena ou
la mer en été), al alemán en 2004 (Helena oder das
Meer des Sommers), al griego en 2005 (Ελένα ή
η θάλασσα του
καλοκαιριού) y al holandés en 2006 (Helena of de zee van de zomer).
Pero, ¿cuáles son los motivos por los cuales Helena, a pesar de las excepcionales
críticas que ha recibido en España y su “carrera” internacional, sigue excluida
de la historia oficial de la literatura española? Para aproximarnos mejor a una
posible explicación del fenómeno, examinaremos al autor y su obra en relación
con cuatro cuestiones, esto es, la generación literaria dominante en los años
50, el pasado político de Ayesta, lo reducido de su producción y el género
literario al que pertenece Helena.
Cuando Ayesta, en 1952, publica Helena,
en la narrativa española predomina el realismo social de la generación del “medio
siglo” (Aldecoa, Sánchez Ferlosio, Martín Gaite, etc.) que intenta por una parte
reflejar, lo más fielmente posible, la asfixiante realidad que vive la sociedad
española de la época y, por otra, promover la transformación social. La obra de
Ayesta, por su vitalidad y colorido, no se asoció jamás a la obra de estos
autores. Es más, el propio Ayesta, en un artículo suyo que fue publicado por la
revista Ínsula (núm. 77, 1952)
arremete duramente contra dicha generación: “...cada día me siento más
neoclásico o, más exactamente, más neorrenacentista. Para mí, todo lo difuso,
todo lo masoquista, todo lo angustiado,
todo lo inhumano, es oriental, antiblanco y antieuropeo. […] Ese instalarse en
la renunciación y en la angustia desmelenada, tan de moda hoy, me parece puro
afeminamiento y cobardía...”. La obra, pues, de Ayesta, no encontró acomodo
dentro de los límites de la generación literaria dominante de su época: “no es
fácil determinar la filiación literaria de las breves y brillantes páginas de
Ayesta”, sostiene A. Pau (2001: 57); como mucho, Helena ha sido asociada a otras novelas que se editaron por la
misma época, como es el caso de La tarde
de Mario Lacruz, por ser, ambos, relatos de evocación psicológica y
sensibilidad refinada (Alvar, 2007: 640) o El
camino de Miguel Delibes (Pau, 2001: 56) y La vida nueva de Pedrito de Andía de Rafael Sánchez Mazas (Pau,
2001: 56; Mainer, 2005: 56) por ser las tres, narraciones en las que predominan
las evocaciones de la infancia.
Desgraciadamente, basta
una simple hojeada a las historias de la literatura española que están en curso
para comprobar que casi no hay espacio para los escritores que no encajan en
“esa unidad métrica indefinible que se llama generación”, (Gambarte, 1996: 12),
es decir, para los autores no engarzados. ¿Se puede enseñar la literatura sin
hablar de generaciones? o, mejor dicho, ¿se puede enseñar la literatura al
margen de las generaciones? Es un gran reto que tenemos por delante todos los
que enseñamos literatura española y sentimos la necesidad de cuestionar las
rígidas clasificaciones impuestas por la historia oficial de la literatura que
“valen para lo que en literatura es normalidad, término medio, práctica común y
rutinaria, pero no para lo singular y egregio”, (Lida, 1983: 43).
¿Se puede, acaso, olvidar el pasado político de un creador a la hora
de valorar su obra? La respuesta es que no, aunque tampoco es prudente, nos
atrevemos a añadir, que este pasado determine la lectura de la obra y la
presencia o no, de su autor en los libros de historia literaria. Mora (2006:
194) sostiene que un escritor “aunque decida elaborar la obra desde el más
íntimo compromiso con lo que le rodea, estará haciendo sociología y no
literatura si la obra no puede interpretarse con independencia de la posición
del autor”. Esta postura, con la que estamos totalmente de acuerdo, nos conduce
a pensar que tampoco la interpretación y la valoración de una obra deberían
basarse exclusivamente en la interpretación y la valoración del compromiso
ideológico de su autor. Ayesta formó parte del grupo de literatos falangistas
que se dio a conocer en los años 40 (es la única promoción literaria a la que
se ha visto asociado), no obstante, este hecho, aunque ha desempeñado un papel
decisivo, no puede explicar, por sí solo, el olvido en el que ha caído el
nombre del autor, y esto por un motivo muy simple: son numerosos los escritores
españoles que en cierto momento fueron miembros de la Falange y, sin embargo,
dicha circunstancia no ha sido óbice para que hoy se consideren consagrados. El
caso más llamativo es el de Gonzalo Torrente Ballester, pero también tenemos
los ejemplos de Rafael Sánchez Masas o de Dionisio Ridruejo (a cuya memoria,
por cierto, está dedicado el octavo tomo de la Historia y crítica de la literatura española que dirige Francisco
Rico). Ayesta por no estar, ni siquiera está en la nómina de escritores
falangistas que “ondean” hoy, en ciertas ocasiones, personas que sienten
nostalgia por el régimen franquista. Tal, por ejemplo, es el caso de Fernández
Barbadillo (2005) que en su crítica a una de las novelas emblemáticas de la “mitología”
franquista (La fiel Infantería de García Serrano) habla de los
miembros de la generación literaria falangista (Rafael Sánchez Mazas, Agustín
de Foxá, Eugenio Montes; Ernesto Giménez Caballero, Luys Santamaría o Víctor de
la Serna) que “quienes redactan los manuales de literatura los han enterrado en
tumbas sin nombre”. Qué decir de Ayesta... No obstante, ya decía Mainer (2005:
56) que Helena “nació predestinada a
ser leída y entendida veinte años después” o más, nos atreveríamos a añadir. Su
lirismo y vitalidad no entraban en el horizonte de expectativas de la alta
postguerra.
¿Es determinante la
cantidad de obras publicadas en la valoración de un escritor? Es verdad que
términos como “larga trayectoria”, “dilatada carrera” o “extensa producción” suelen
considerarse positivos cuando acompañan la valoración de un autor, aunque por
sí solos no tienen por qué serlo. Esto explicaría, en parte, la angustia de los
autores contemporáneos de publicar con cierta periodicidad y de estar siempre
presentes en los escaparates de las librerías. Es verdad que el canon de la
narrativa española del siglo xx
ha mostrado su predilección por los “maratonianos”, como son los casos
de Cela o de Delibes, pero tampoco ha ignorado a aquéllos de los escritores
que, por cualquier motivo, no han sido prodigios de productividad, como son los
casos de Laforet, de Sánchez Ferlosio o, el más característico de todos, de
Martín-Santos que con Tiempo de silencio,
su única obra, se ha encaramado, con toda justicia, en las altas cumbres de la
literatura española. Sin embargo, lo que diferencia a Ayesta de los escritores
canónicos de reducida producción literaria es que él no creó “escuela”; Helena no se considera como Nada, El Jarama o Tiempo de
silencio ni inicio, ni cumbre ni culminación de ningún período ni de ninguna
corriente literaria.
Es indiscutible que
“toda nueva obra se sitúa en unas coordenadas genéricas gracias a las cuales se
hace inteligible”, (Llovet, 2005: 275). Centrándonos en Helena ¿cuál es el género literario al que pertenece dicha obra?
Según nuestro entender, es novela sin más, ni “novela corta”, ni “breve
novelita”, ni “colección de cuentos”. No obstante, el modo en el que fue
apareciendo la obra [no olvidemos que dos fragmentos de la novela habían sido
publicados como cuentos independientes, durante la década de los 40, en las
revistas Garcilaso (1943) y Acanto (1947)] y la duda manifestada por
el propio autor [“¿Cuento o novela?”, se preguntaba en 1952 (Ínsula, núm. 77, 1952)], ha generado
incertidumbre, circunstancia que ha perjudicado la recepción de la obra por los
historiadores y críticos literarios que no sabían cómo tratarla. Aunque parezca
extraño, a nuestro parecer, esta cuestión influyó decisivamente en la no
canonización de Helena, puesto que
una clara delimitación genérica resulta absolutamnete imprescindible para
acercarse de manera crítica a los textos literarios “porque el género
constituye una especie de marco teórico que orienta tanto la creación como la
comprensión de las obras”, (Llovet, 2005: 278-279), resulta por tanto
indispensable y crucial para dar a una obra el puesto que le corresponde en el
sistema literario de un país.
En los párrafos
anteriores intentamos presentar y analizar los principales motivos por los
cuales Ayesta y su obra no han encontrado hasta ahora cabida dentro del canon
literario de la narrativa española del siglo
xx. La ambición de esta exposición, ya dejamos constancia de ello desde
el principio, no es canonizar a un escritor más, sino hacer hincapié en los
problemas y las injusticias que plantea la construcción de un canon literario y
la enseñanza de la literatura que se basa exclusivamente en el sistema
generacional y los rígidos esquemas de los géneros literarios. Somos
conscientes en todo momento de que “la oposición entre literatura canonizada y
no canonizada no equivale a la distinción tradicional entre buena y mala literatura”, (Iglesias Santos, 1994: 332) y que hay todo un proceso de canonización (Bourdieu, 1995:
333) promovido por diferentes instancias de consagración (sistema de enseñanza,
prensa, academias, etc.) que conducen a un escritor al panteón literario
(presencia en manuales y antologías, introducción en los programas escolares,
creación de sociedades conmemorativas, atribución de nombres de calle, inauguración
de estatuas, entrega de premios literarios, etc.). El caso de Julián Ayesta nos
ha servido para comprobar lo difícil que resulta para un escritor de calidad
indiscutible entrar en la lista de los escritores canónicos de la narrativa
española del siglo xx, cuando no
pertenece a una generación literaria concreta, ha escrito relativamente poco y
tiene un pasado político bastante turbio. Ayesta, por no tener, ni siquiera
tiene la esperanza de un premio literario que le rescate del “olvido” (como,
por ejemplo, a Gamoneda, el Cervantes de 2006). No obstante, ahí precisamente
se halla el gran reto de estos transformadores
(Iglesias Santos, 1994: 322) de la literatura que somos los docentes:
preguntarnos qué literatura enseñamos y desde qué presupuestos lo hacemos y, en
todo caso, enseñar a nuestros estudiantes que la literatura y el placer
literario son algo más que una lista, de las muchas que circulan últimamente,
de “los libros que uno no puede dejar de leer”.
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Conferencia pronunciada en el marco del XVI congreso internacional de la Asociación Internacional de Hispanistas (París, julio de 2007).
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