Mediaba el mes de septiembre, ese tiempo bisagra que se recorre mayormente
cuesta arriba, cuando se siente uno ya muy de vuelta de todos los recreos pero
no termina aún de arrancar un nuevo y más o menos provechoso curso, cuando
recibí la llamada por la que se me invitaba a estar con ustedes aquí esta tarde
para charlar de la narrativa última que se escribe en mi país. Pueden
imaginarlo: la perspectiva de pasar unos días en Atenas, acompañado por nuevos
amigos, para hablar de lo que a uno en el fondo más le gusta, vino en principio
a colmar felizmente el interregno de esos torpes días de septiembre. Harina de
otro costal sería sin embargo la zozobra que terminó por atenazarme
durante los días subsiguientes, cuando tocaba rellenar tan alegre y apresurada
aceptación con un contenido medianamente digno de esta mesa y esta ocasión.
No recuerdo ahora si me percaté entonces, apenas colgar el
teléfono aquella tarde, o fue horas después, cuando ya por mi mesa se
desparramaba conformando un rústico mapa de Grecia todo un archipiélago de
papelitos arrugados llenos de vanas notas: resultaba un poquitín curioso que se
me invitara a disertar sobre la novela española justamente cuando llevaba yo
varios días peleándome con los folios para perpetrar un texto teórico sobre el
microrrelato, ese género narrativo que habita precisamente en las antípodas de
lo novelesco (me refiero a esa variante minúscula del cuento, muy del gusto latinoamericano
y también español de los últimos años, que basa su estrategia en adelgazar
hasta el límite sus temas y sus maneras, llevándolos a su última quintaesencia
sin invadir los sacrosantos territorios de la poesía).
Siendo yo un cuentista empedernido, con un cuarto de siglo de
militancia continuada en el género, se me antojaba bastante paradójico que me
hubiesen convocado desde el Instituto Cervantes para integrarme en una mesa en
la que, en principio, se iba a hablar de la novela última que se escribe en
España.
Así pues, conociendo de antemano las múltiples desazones que
semejante empresa me iba a regalar —una feroz lumbalgia me atormentó a los
pocos días, sin duda correlato de la nueva tensión helénica que de manera
imprudente venía a sumarse a la de la escritura de aquella poética sobre la
microficción—, me apresuré a argumentar en un segundo contacto telefónico que
quizá podría yo departir mejor de una vertiente de la novela española que es
más de mi gusto y devoción: conferenciar sobre esas novelas que participan, sin
dejar por ello de ser novelas, de la estructura de los libros de cuentos, esas
novelas que pueden leerse sin merma alguna abriendo por cualquier capítulo, en
cualquier orden, para degustarlos de manera independiente como si fuesen a un
tiempo magníficas piezas sueltas, para nada necesitadas de las que les
acompañan en guarnición. Al fin y al cabo, argumenté entonces, y se me ocurre
repetir ahora, no en vano conmemoramos justamente en este 2005 los
cuatrocientos años de la publicación de la primera parte del Quijote,
obra inaugural del género novelesco según todos los que entienden de estos
asuntos, y artefacto que sirvió de alforja a Cervantes para embutir en ella de
todo un poco, colecciones de refranes y aforismos, ensayos, novelitas breves,
cuentos y hasta microcuentos, pues qué otra cosa son las historias del Cautivo
o del Curioso Impertinente, la aventura de la pastora Marcela o incluso la del
rebuzno.
Vista así la cuestión, y cerrada de manera irreversible semejante
osadía, me puse de inmediato a la labor de recuperar la memoria de esas diferentes
novelas que me habían fascinado desde muy temprano como lector..., y más tarde
como autor (a nadie se le escapa que en España incluso el más obstinado
cuentista tiene hipotecas que pagar y familia que vestir y alimentar, y que
debe afrontar sin remedio la escritura de una novela más tarde o más temprano,
así sea abordándola lateralmente, como ejercicio de descanso entre la
composición de sus libros de relatos, y para neutralizar de paso que se ganan
unos miles de euros el muy manido y despreciativo argumento que esgrimen
algunos novelistas con nómina cuando sostienen justo lo contrario: que redactan
sus cuentos para descansar de la escritura de sus novelas).
La observación guerrillera era inevitable; me lo temía. Demasiado
estaba tardando en acudir. Por la parte que me toca, debo confesarlo, en toda
preparación de una charla acaban por cruzárseme las más inverosímiles y
estorbosas interferencias, no lo puedo evitar. Este inciso de la prevalencia de
unos géneros sobre otros se me presenta de últimas bastante recurrente y
porfiado, cuando es precisamente el primero que debería atajar con más firme
decisión. Hablar mal del género novela para así revalorizar el del cuento se me
antoja hoy más torpe y feo negocio que en otras circunstancias y en otros
foros, constituye una argumentación que tiene todos los visos de volvérseme en
contra apenas me descuide. Algo me dice que seguir por ese camino será como
tirar piedras sobre mi propio tejado, por más que alguna vaga intuición me
señale a su vez que este dicho castellano no significa gran cosa en Atenas, una
ciudad tan rica en piedras como escasa de techumbres.
Pensando en cómo salir del embrollo estaba cuando recibí por vía
electrónica la invitación para este acto y el bonito díptico que había
preparado Nanna Papanicoláu con algunos de nuestros textos vertidos al griego
por Konstantinos Paleologos. Debo reconocer ahora que me arrebató tantísimo
contemplar la transcripción de mi nombre y mis cuentos a los caracteres
griegos, esos caracteres que yo había barajado durante tantos años como
estudiante de matemáticas y de química, pero ahora puestos en fila, componiendo
palabras y frases en lugar de símbolos y claves de vastas formulaciones, que me
fui a la cama la mar de contento esa noche, sobre todo después de haber leído
como más me convenía el título que finalmente se había dado a esta mesa: “El
fin de los géneros”. Mucho se ha escrito sobre los lapsus, sobre los actos fallidos.
A saber qué demonios hubieran dicho Freud y Jung de ese oportuno traspié
lingüístico mío, leer “El fin de los géneros” donde estaba impreso muy
claramente, y en dos lenguas... “El fin de las generaciones”.
Atesorando esa equivocación, alimentándola, dándole calor, me di
primero a pensar en autores españoles que sin ser Chavi Azpeitia pudiesen estar
traducidos al griego, y creo recordar que sin darle demasiadas vueltas me
sobrevino el nombre de Camilo José Cela, nuestro último premio Nobel, y todavía
antes el título de una de sus primeras novelas, La Colmena, publicada en
1951, un texto que visto desde lejos adquiere la forma de un mapa conocido,
pues su conjunto es la suma de una rebanada considerable de historia acompañada
de un chaparrón de historias más pequeñas e independientes que la rodean, la
asedian, la sostienen y hasta la dignifican. Ahí se ve: Cela de tonto no tiene
un pelo. Pon eso por escrito, me sugiere su fantasma, y comprobarás cómo
con esta temprana reformulación de lo novelesco, a la vez que se rompe con la
más circunspecta tradición última y se respalda la tesis del fin de los
géneros, se ofrece una metáfora o analogía considerablemente helénica y aun
turística: si alguien visita las islas, muchos se interesarán también por el
territorio mayor, por las otras regiones... y viceversa.
Años más tarde, en 1977, en el prólogo a su libro de cuentos Teoría
de Lola, Francisco Umbral, otro autor que imagino traducido a vuestra
lengua, dejaba escritas estas esclarecidas palabras, que todavía hoy pueden
suscribirse plenamente: “El relato corto es el género experimental por
excelencia, y de esa experimentación constante, gratuita y fortuita del
cuentista, nacen los grandes hallazgos literarios que luego son aplicados a la
novela, a la literatura grande, y marcan la evolución de ésta. (...) La
vanguardia de la narrativa actual no está en la novela, sino en el relato
corto, y son sus grandes hallazgos estéticos, técnicos, psicológicos y
estilísticos los que nutren y renuevan a la novela”. Pues eso.
Menos fácil será que tengan ustedes aquí noticia de otros autores
que han trabajado con éxito esta forma híbrida de novela y libro de cuentos,
como el gallego Alvaro Cunqueiro (padre de las pasmosas Crónicas del
sochantre, un título en apariencia menor que yo siempre recomiendo
encarecidamente por su humor descacharrante y su prodigiosa arquitectura), el
madrileño Juan Eduardo Zúñiga (autor de aclamados libros de relatos y cuya
última obra publicada, Flores de plomo, fue señalada por más de un
crítico como gran novela —como “narración” a secas llega a venderla la editorial
en la mismísima solapa— sin dejar de ser un libro que contiene once relatos o
miradas bien diferentes sobre un mismo acontecimiento: el suicidio del escritor
y periodista Mariano José de Larra), o el gaditano genial, de inconfundible
perfil fenicio, Fernando Quiñones (autor de El coro a dos voces, uno de
los libros, en este sentido que comento, más sorprendentes publicados en España
en los últimos lustros, pues consigue aunar en las mismas páginas un
extraordinario libro de cuentos, un muy ameno ensayo sobre la solitaria tarea
del escritor, una magnífica novela y hasta un íntimo y sobrecogedor libro de
memorias, conformando en su totalidad un testamento literario de primerísima
magnitud).
Había pensado abundar más todavía en esta disolución de los
géneros, hasta haber concluido hablando quizá de algunos autores españoles muy
jóvenes que lo están mezclando todo de manera endiablada, como en aquellos
maravillosos libros misceláneos de Julio Cortázar, La vuelta al día en
ochenta mundos, o Último round, en donde conviven alegremente
relatos, ensayos, poemas, pequeñas piezas de teatro, dibujos y fotografías,
pero claro..., cómo seguir por este camino si resulta que ahora, hace unos
minutos, aquí mismo, mientras compartía con todos ustedes el primer encuentro
en el vestíbulo, en ese cartel junto a la puerta que todavía me está mirando
socarrón, he visto por primera vez correctamente esas cinco palabras, una
detrás de otra, para leer en ellas... “El fin de las generaciones”. Virgen santa,
así que esta mesa se llama “El fin de las generaciones”, y no “El fin de los
géneros”. Buena me la ha jugado la psicología. No me queda otra que improvisar
algo para enmendar el entuerto, ojalá me eche un cable el señor de la
traducción simultánea...
En España, hoy —como muy bien acaba de ilustrarnos Konstantinos—,
la concepción tradicional de las generaciones tiende a su desaparición. No hay
más que echar un vistazo a esta mesa para corroborarlo: varios sujetos de
diferentes edades, intereses y condición se unen sin embargo en un solo
entusiasmo, el de unos colegas que simultáneamente inventan cuentos, cometen
libros, los traducen o los editan sin parar demasiadas mientes en el infecundo
asunto de las generaciones, negocio éste más propio de profesores y estudiosos,
de gente prolija y sistemática, en definitiva.
Habrán de ser nuestros nietos quienes acaso puedan juzgarnos
pasado mañana como integrantes de alguna generación determinada, cuando
atiendan a las colecciones de etiquetas que los historiadores de la literatura
se saquen de la manga para mejor entender y entenderse, cuando reparen en esos
letreros con los que los doctores acotan y ponen puertas al campo... de su
estudio.
Por el momento únicamente podemos afirmar que coexisten hoy en
España varias generaciones biológicas, de edad, pero nada más. Y que todas
trabajan juntas, al unísono, nutriéndose venturosamente entre ellas.
Si me pidieran que señalase algún carácter sobresaliente de todas
esas “generaciones” —y espero que se me disculpe la osadía y el regreso a mis
más íntimos intereses literarios—, me atrevería a proclamar que son unas
“generaciones” que le han dado al género cuento el lugar de importancia y
privilegio que se merecía, el lugar en el que toda literatura que se precie
debe de tener a su narrativa breve.
Durante los años cincuenta del pasado siglo escribieron en España
grandes autores de cuentos, así la mayoría de su producción se viese constreñida
por el despótico llamado de la literatura social, tan propia de los tiempos de
posguerra. Pero pronto se abrió un período demasiado largo, desde los primeros
60 hasta bien pasados los 80, en el que el cuento pareció haberse desvanecido,
eclipsado por la omnipresencia de la novela, que ha gozado siempre en mi país
del gran favor de la industria editorial, de la crítica y los lectores. No
sería hasta primeros de los 90, con la publicación simultánea de varias
importantes antologías de relatos, cuando sobreviene un nuevo renacer del
género, esplendoroso en verdad, que ha convocado los muy favorables vientos que
soplan hoy para el relato corto. Me parece que ésta es la “generación del
cuento” (pero en esta generación se reúnen autores como Antonio Pereira, que
rebasa con creces los ochenta años, y como Mercedes Cebrián, que no termina de
cruzar la frontera de los treinta y cinco).
Surgen nuevas editoriales, como Páginas de Espuma, Thule o
Menoscuarto, dedicadas casi exclusivamente al cuento, y se comienza a atender
no sólo a la producción última sino también a la recuperación de
imprescindibles libros de relatos que pasaron inadvertidos en el momento de su
primera publicación.
En Páginas de Espuma tuve la oportunidad de preparar hace ahora
poco más de un año la edición de los cuentos completos de Fernando Quiñones,
casi mil páginas que agrupan ocho libros soberbios, dos de ellos publicados
anteriormente sólo en América, en México y Argentina exactamente, dos países
que gozan de una larga y fecunda tradición en la narrativa corta.
Un año después, hace todavía escasos meses, en una mesa similar a
ésta que nos entretiene hoy, presentamos en Madrid la edición de los cuentos
completos de otro maestro del género en España, Medardo Fraile. El editor de
Páginas de Espuma, el joven entusiasta Juan Casamayor, quiso que estuviesen
representadas tres generaciones de cuentistas en aquella ceremonia, y así,
acompañando al maestro Medardo, autor nacido en 1925, estuvimos José María
Merino, cuentista leonés nacido en 1941, y éste que ahora les habla, de la
cosecha del 61. El auditorio, pueden fácilmente imaginarlo, estaba conformado,
como también hoy aquí —y debemos felicitarnos por ello—, por guapa gente de
todos los géneros y de todas las edades.
Entonces, ¿en qué quedamos?, ¿en la desaparición de los qué?
Conferencia promunciada por Hipólito G. Navarro en Atenas el 28 de noviembre de 2005, en el marco de la mesa redonda que, bajo el título "El fin de las generaciones", organizó el Instituto Cervantes de Atenas con la participación también de Enriqueta Antolín, Javier Azpeitia y Konstantinos Paleologos.
Hipólito G. Navarro ha nacido en Huelva (1961) y es escritor, sobre todo de minicuentos. Entre sus títulos destacan El cielo está López y El pez volador.
Hipólito G. Navarro ha nacido en Huelva (1961) y es escritor, sobre todo de minicuentos. Entre sus títulos destacan El cielo está López y El pez volador.
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