Todo
se arregla.
La toco. La vendedora levanta los hombros y no me
pregunta más, atiende a otro. Dejo de oírla, como si me hubiera ido. Lo hago a
menudo, aunque en realidad permanezca ahí.
Cae sangre de su frente. Me dice que no es nada, un
rasguño en la ceja; ¿tú estás bien? Me toca la cabeza. Trozos del parabrisas
roto cubren el salpicadero, el intermitente está activado. Mi rodilla derecha
no tanto. La masajea suavemente. Vete a casa, ahora voy yo. Huele a gasolina y
del motor sale humo.
Su sangre, una línea que baja vacilante, se desvía a
la altura del ojo izquierdo y para en el labio superior; la lame. Mis manos
todavía están agarrando el volante; las acaricia. Retomaremos las clases cuando
arregle el coche, lo prometo. Pensaba que el pedal derecho era el freno, papá.
Dejo el volante y me miro las palmas de las manos, sudadas. Yo también me
confundo a veces, no te creas; vete y no le digas a mamá que estábamos juntos.
Siento que desde lejos la vendedora me mira. Me
pierdo en el tiempo y hago el rídiculo en la tienda, me retraso, de un momento
a otro se acaba el plazo del tíquet del aparcamiento, me van a multar, voy a
llegar tarde a casa. Como si alguien me estuviera esperando para regañarme.
Todos los neumáticos han reventado y la parte de
atrás del coche está levantada, una roca incrustada por debajo. Se ríe;
tonterías, ya verás, todo se arregla. Quiero decir algo, pero me pregunto si
contemplamos las mismas cosas y miro a mi alrededor, la valla que tiré al pisar
el acelerador y abalanzarnos sobre el descampado, el capó destrozado, las
puertas arrugadas, el árbol que nos detuvo. Termino en su cara; tiene una
sonrisa de haber cometido una travesura. Me guiña el ojo. Así de fácil le fue
asumirlo, neutralizarlo, como si nunca pudiera pasar nada malo.
No lloré, aunque no estoy seguro. A veces me parece
que como no lloré en su funeral no he llorado nunca, pero no puede ser, quizás
me esté equivocando.
Me alejo cojeando del coche y miro hacia atrás. Está
de pie junto al coche, como si estuviera listo para abrazarlo, se seca la
sangre y me saluda con la mano. Me repito mientras camino por la calle que no
debo decir nada. Abro la puerta de casa y está ella en el pasillo con los
brazos cruzados. Me pregunta dónde estaba. Miro hacia abajo. Estaba jugando al
fútbol en el cruce. Vacila, sigue teniendo los brazos cruzados y pido desde mis
adentros, lo pedía desde el principio, que no dejara de tenerlos así, que no
estallase.
Cometió más errores de los que le correspondían, lo
sé. Dice que era joven y no sabía, que hacía lo que podía, lo mejor que podía,
sola desde tan pronto. Eso me decía, años más tarde, incluso cuando dejé de
oírla.
Ven a comer, papá llegará tarde, ha tenido un
accidente con el coche. Mi mirada parece extrañarle; en cuanto se acerca a mí doy, de repente, dos pasos hacia
atrás, pero luego me
tiro a sus brazos y me abraza torpemente. Tampoco te pongas así, que no se ha hecho daño,
solo se ha
estropeado el coche. Fue
a esquivar un perro, pero vete tú a saber lo que ha ocurrido en realidad, que
ya me lo conozco yo. Sacude la cabeza y se va para la cocina. Murmura en voz
baja ensayando todo lo que va a gritar durante días. Me quedo
al lado de la mesa con la gran estatua de porcelana del chino. Tiene una caña
de pescar y una mirada de sorpresa; le toco la perilla puntiaguda, el sombrero.
Quiero decirle que yo se lo pedí, papá siempre me decía que sí, pisé el
acelerador, me asusté. Tan solo acaricio la estatuilla y con un dedo la empujo
suavemente hasta el borde de la mesa. El chino se balancea en el filo, lo
sujeto. Tengo la culpa; pruebo las tres palabras en mi boca, como si hablara
una lengua desconocida. Con un toque imperceptible la porcelana cae al suelo.
Miro los trozos rotos y me pregunto si puedo pegarlos con palabras. Los
murmuros de la cocina paran, pasos apresurados. Ya no tiene los brazos
cruzados.
«Tenga
cuidado». Empujo hacia el borde de la vitrina un chino de
porcelana pequeño y feo, con la cara arrugada; lleva una cesta. Como si despertándome,
me echo a un lado y miro el papel que tengo en la mano: «cortarme
el pelo, supermercado, lavandería, regalo de boda de la jefa 50 euros, casa,
calentador/seguro, sí, no». ¿Por qué escribiría esto último? Unas señoras me observan,
la vendedora agarra la porcelana. «Es carísima, ¿la va
a comprar? ¿No habla usted o qué?».
Siempre quedan trozos
rotos. Y solo las palabras por sí solas no pueden pegarlos. Pero en algún
momento hablas, aunque sea por romper el silencio.
Fuente: primera publicación en el blog Planodion
– Historias Bonsái (11 de diciembre de 2015).
Konstantinos Kapetanakis (Atenas, 1971). Estudió Derecho en Grecia y en
Reino Unido. Asistió al taller de escritura creativa de Kostas Katsularis.
Traducción: Roberto G. Luque Schoham
Revisión: Konstantinos Paleologos +
Proyecto GreQuerías
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