Resumen
La intención de la presente comunicación
es seguir, hasta nuestros días, el “rastro” de los componentes de la llamada
“nueva narrativa española de los 80”
a través de las reseñas de la crítica literaria española con el objetivo de
dilucidar qué hubo de verdad y qué de ficción comercial en la invención de dicho
membrete.
The purpose of the present
communication is to follow up to date –through the Spanish literary criticism
reviews– the “trace” of the writers of the so called “New Spanish Narrative of
the 80s”, in order to
elucidate the components of truth and commercial fiction in the invention of
the above lebel.
A finales de la década de los 70 principios de los
80 hay una imperiosa necesidad en España de borrar el pasado, de que todo sea
nuevo: nueva constitución, nuevo régimen, nueva literatura... vida nueva. Se ha
hablado y se ha escrito mucho sobre aquel período llamado “transición” –para muchos un
período
todavía abierto–, de fallos y aciertos, progresos y estancamientos, rupturas y
conciliaciones. Han pasado casi tres décadas de aquella época; la inmensa mayoría
de los protagonistas de los primeros años de la transición ya no desempeña
un papel activo en la vida pública del país. España, desde entonces, parece que
ha recorrido un largo camino quemando relativamente rápido la etapa de la
modernidad para instalarse en una postmodernidad confusa que trata de ser
funcional sin conseguirlo siempre. Desde la euforia de la primera década de los 80,
cuando todo parecía nuevo y prometedor hemos llegado a la desilusión generalizada
de nuestros días, ante esta crisis financiera pero sobre todo de valores e ideologías
que azota el viejo continente.
Hacia el año
1985, más o menos, comienza a hablarse en el mundillo literario español de la
existencia de una nueva generación de narradores: la “nueva narrativa española
de los 80” .
Atención, esto no quiere decir que este año marque el inicio de la producción
de obras pertenecientes a esa narrativa, sino del empleo más o menos habitual,
aunque a veces sólo sea
para ponerlo en entredicho, de tal membrete por parte de los críticos
literarios tanto en sus referencias generales a la literatura española de aquel
tiempo como en las reseñas de determinadas novelas. En sus orígenes estrictos este membrete
agrupó a un puñado de escritores y escritoras jóvenes (o menos jóvenes) que
habían logrado despertar la atención tanto de los editores como de los medios
de comunicación –algo similar ocurría al mismo tiempo en el campo de la poesía
con los llamados postnovísimos. Intentar
confeccionar una lista exhaustiva de los supuestos miembros de esta promoción
es empresa harto complicada. Con más frecuencia se mencionan los nombres de
Ferrero, Martínez de Pisón, Llamazares, Gándara, Almudena Grandes, Rosa
Montero, Cristina Fernández Cubas, Muñoz Molina, Javier Marías; sin embargo, hay bastantes más escritores
que se citan con menor asiduidad, como son los casos de Cardín, Mercedes Abad o Molina
Temboury.
Con respecto al
momento en el que dichos autores irrumpen en el mercado, se barajan varias
fechas, aunque bien es verdad que la mayoría de los estudiosos en la materia
consideran que fue Bélver Yin de Jesús Ferrero,
editada en 1981, la primera novela publicada de esta promoción. No todos están
de acuerdo, claro, con dicha opinión, y así algunos retroceden incluso hasta
principios de los 70 para encontrar las “fuentes” de las que brotó la nueva
narrativa de los 80 (se habla de obras como Travesía
del horizonte de J. Marías, 1972, Cerbero
son las sombras de J. J. Millás, 1974, El
bandido doblemente amado de S. Puértolas, 1979 y de muchas más). La
intención de la presente comunicación no es pronunciarse sobre la calidad de
dichas obras (indiscutible, en bastantes casos), sino, a través del discurso
crítico, seguir, hasta nuestros días, el “rastro” de los componentes de dicho
(supuesto) grupo o, al menos, de sus representantes más sobresalientes, con el
objetivo de dilucidar sobre qué hubo de verdad y qué de ficción comercial en la
invención de este membrete.
En el
desarrollo de la comunicación nos ocuparemos, al principio, del tan largamente
debatido, y jamás agotado, tema de las célebres generaciones literarias y de su
papel normalizador en la literatura española del siglo xx; acto seguido, examinaremos la recepción que obtuvieron tanto la
“nueva narrativa española de los 80”
como sus cultivadores por parte de los críticos literarios españoles, tal y como
ésta se quedó plasmada en revistas literarias y diarios de aquella época. Por
último, como ya hemos anunciado, seguiremos la “huella” de los narradores y
narradoras más destacados de aquella promoción, para comprobar en qué se ha
quedado hoy, 25 años más tarde, aquel, en palabras de J. Llamazares, “festín
literario”: ¿cuál fue el papel de la industria cultural o del mundillo
literario en la puesta en escena de dicha promoción? ¿tuvieron en algún momento
los propios implicados noción de grupo? ¿compartieron estos escritores, en lo
que a cuestiones literarias se refiere, algo más que la fecha de publicación de
sus obras? ¿Cuándo se quedó anticuado el membrete de la “nueva narrativa
española de los 80” ?
¿se menciona hoy, en las reseñas de los más recientes libros de Ferrero,
Llamazares, Muñoz Molina, etc, la adscripción de sus autores a dicho grupo?
Éstas son las cuestiones en las que haremos hincapié durante la presentación
con el objetivo de averiguar el papel de la industria cultural en la
aglutinación y consagración de los jóvenes narradores españoles durante la
década de los 80 y posteriormente.
El término de las generaciones literarias no opera evidentemente sólo
dentro del seno de la literatura española, no obstante, es verdad que en esta
última las llamadas “generaciones literarias” han ejercido, a lo largo del
siglo xx, una indiscutible
influencia por su valor normalizador e integrador (otros lo llaman
reduccionista). Según algunos, como José-Carlos Mainer[1],
dicha clasificación artificial “sirve para designar el ingreso en la historia
de grupos de cierta coherencia que durante un plazo más o menos corto dan de un
modo común diferentes testimonios de lo que les rodea”, según otros, como José
Antonio Fortes, no hace más que establecer «una
entomología pseudosociológica, de acuerdo con los años de nacimiento y muerte
del funcionario de turno»[2].
Sea como sea, desde el modernismo hispanoamericano y la generación del 98 a finales del siglo xix, hasta la generación
X a mediados de la década de los 90 del siglo pasado, los
escritores españoles han sido leídos, clasificados, encasillados, examinados,
presentados, recordados, exaltados u olvidados a la luz de tan arbitrario y polémico
procedimiento. Las razones del empleo de esta fragmentación son múltiples, al
igual que lo son las objeciones en contra de dicho método, no obstante, el
motivo más importante, de todos los que “justifican” esta separación artificial,
no es otro que la necesidad de los críticos e historiadores literarios de
organizar sobre el papel, a base, muchas veces, de criterios superficiales que
intentan englobar, casi forzosamente, a varios autores en una misma tendencia,
la realidad literaria circundante, organizar por tanto, o por lo menos
pretender hacerlo, un fenómeno que por naturaleza es, afortunadamente, caótico
y variopinto. Veamos, al respecto, la opinión de un experto en materia, Luis
García Jambrina, experto por ser a la vez escritor de cuentos literarios, profesor
de literatura española y autor de la antología de la promoción poética de los
50 (por lo tanto, autor de una obra “normalizadora”):
Lo más prudente sería, a mi juicio, rechazar
en lo posible el concepto de generación como
categoría literaria. En primer lugar, por su falta de operatividad, ya que,
lejos de clarificar el panorama literario de una época, lo hace todavía más
confuso. En segundo lugar, por el sentido restrictivo, reduccionista y
dogmático con que suele utilizarse[3].
Operativo o no,
el término “generación literaria”, de larga tradición, como ya mencionamos, en
la literatura española contemporánea, apareció con insistencia en el discurso
de los críticos literarios en el caso de los narradores aparecidos o
consagrados durante los años 80. Fue la última, hasta el momento, vez que se
empleó tan masivamente, aunque es verdad que hubo un frustrado intento más, a
mediados de los 90, con la llamada generación
X de los Mañas, Lorriga, Lucía Etxebarría etc. pero en este caso no fue más
que una operación de marketing de vida efímera que no caló ni en el público
lector ni tan siquiera en el propio mercado que intentó crearla y venderla.
Antonio Muñoz
Molina, Julio Llamazares, Javier Marías, Rosa Montero, Jesús Ferrero... Es
evidente, incluso por la mera enumeración de los nombres, que a principios de
la década de los 80 algo “se mueve” en el seno de la narrativa española. Los
primeros años de esa década, constituyen «el momento inicial de la aceptación
narrativa y también el despegue editorial de este género; momento que coincide,
además, con el movimiento pendular hacia lo imaginativo, hacia lo lúdico y, por
el contrario, con la huida de toda teorización»[4]. No obstante, antes
de seguir con temas puramente literarios, nos parece obligatorio proceder a unas
consideraciones de carácter breve y general acerca de la sociedad española de aquella
época. El previamente citado R. Acín, en un artículo aparecido en la revista Ínsula, y más concretamente en un número
monográfico dedicado a la narrativa española al filo del milenio, sostenía que,
a principios de los 80, se detectaba «una normalización de la vida española que
trajo consigo un clima de euforia, autocomplacencia, que, incluso, repercutió
en Europa. España, durante buena parte de los 80, estuvo de moda. Y la
literatura, como fiel reflejo, no quedó al margen»[5].
España, efectivamente, en los primeros años de la década
de los 80, era un país que había ahuyentado los fantasmas del pasado, había
salido intacto del rocambolesco golpe de estado del 23-F y empezaba a encontrar
su sitio en Europa. Pero al mismo tiempo, como es natural, todo ese cambio
afectó profundamente a la sociedad española. Según F. Rico,
la ideología
empezó a ser sustituida como marihuana del pueblo no sólo por el deporte, los
viajes y la buena mesa, sino además por las exposiciones, los bellos libros, la
ópera, los conciertos... Por el atractivo escaparate, en suma, de una oferta
cultural tan variopinta... Los ciudadanos se concentraban con creciente
exclusivismo en los intereses particulares, en el ocio, en la vida privada[6].
Era, sin duda, por
cínico que suene, el momento propicio para la irrupción de la “nueva narrativa”,
una narrativa esperada por el público de la época –«un público interesado en
perder la memoria, la crítica de su pasado, o en mitificar esa memoria para
huir de las preguntas del presente»[7]–, regida por el mercado –«el libro está, cada vez más,
sujeto a las intensas mediaciones [...] que lo han convertido en producto de consumo
multitudinario cuya mayor eficacia consiste precisamente en relanzar el consumo»[8]– y apoyada por el Estado –«desde 1982 hasta hoy, el
Estado se implica muy directa y absolutamente
en la construcción, en la producción de un Estado cultural, de una cultura del
Estado, de unos intelectuales de Estado»[9]–. La invención del
membrete de la “nueva narrativa” (como, en menor medida, del de los
“postnovísimos”) fue, según nuestro entender, una operación respaldada en gran
parte por la crítica literaria que trató de conferir apariencia de conjunto a
una producción plural y diversa porque, justamente, se pensaba que, bajo la
apariencia de fenómeno homogéneo y homogeneizado, calaría más hondo en la
conciencia del público lector y obtendría mayor aceptación. Así se expresaba,
con respecto a los jóvenes novelistas de los años 80, una de las más respetadas
figuras de la crítica literaria española, S. Sanz Villanueva:
Una nueva oleada de narradores inicia
su obra en el transcurso de los ochenta. […] Su fecha de nacimiento se sitúa a
partir de 1950. En bastantes casos, la publicación de su primera novela se
produce con extraordinaria precocidad, en una inhabitual juventud. A este
fenómeno no debe de ser ajeno el interés de la industria editorial, que busca
sin sosiego nuevos autores en momentos en que hay una demanda del mercado.
Estos nuevos autores no ofrecen entre sí, al menos por ahora, rasgos homogéneos
y destaca la perspectiva por completo personal desde la que abordan sus obras[10].
A mediados de
la década de los 80, pues, muchos críticos, ostensiblemente influenciados por
el optimismo que había generado la llegada de los socialistas al poder, anunciaban
a bombo y platillo la aparición de los jóvenes narradores:
no son una
generación, pero tienen muchas cosas en común. Algunos de ellos conocieron el
Mayo Francés; otros, con menos años, han heredado todas las desilusiones y
viven sumergidos en un hampa dorada de asfalto y jeringuillas. Son los nuevos
escritores, las plumas más jóvenes y
ligeras de la literatura española. La mayoría han cumplido ya los
treinta años... practican la traducción, el periodismo o la enseñanza como
forma de trabajo. [...] Han elegido Madrid y Barcelona como lugar de residencia:
vivir en provincias puede ser demasiado duro y lejano para hacer carrera.
Pueden apellidarse Cardín, Murillo, Llamazares o Cibreiro, Serrano o Enesco,
España o Fernández Cubas. Pero hay más, muchos más[11].
Sin embargo, algunos de los críticos literarios, harto
recelosos, expresan sus reservas a la hora de abordar este fenómeno. Es el caso, por ejemplo, de Rafael Conte que desde las
páginas de El País muestra su
indignación:
la pregunta
regresa periódicamente, como si fuera una apremiante necesidad jamás resuelta.
¿Existe una nueva narrativa española? Cada equis años, aunque la periodicidad
no sea exacta, a alguien –Barral, Planeta, Hiperión, Alfaguara, una revista, un
periódico, un profesor desconcertado o algún crítico que quiere llegar a serlo,
y así sucesivamente– se le ocurre plantear una encuesta, lanzar un nuevo grupo
de narradores, establecer un nuevo balance donde se apunte más hacia adelante
que al verdadero examen del pasado. Y, sin embargo, luego pasa el tiempo, ese
maldito enemigo, y todo suele quedar en agua de borrajas, la pregunta en el
aire y las tímidas respuestas esbozadas se desvanecen como el humo. ¿Qué
necesidad existe, pese a todo, para que una vez más se replantee esta pregunta
que expulsa de su seno todas las respuestas? [...] No existe una nueva novela
española, como tampoco hay una nueva crítica, y ya va siendo hora de que el
relevo generacional se cumpla en todos los terrenos[12].
Esta postura, no
obstante, se modificó bastante, cuatro años más tarde, cuando dicho crítico
participó en unas jornadas dedicadas a la “Narrativa Española
Contemporánea” que se celebraron, en abril de 1989, en Alcalá de Henares. Allí,
una vez detectada la “nueva narrativa”, no dudó en formular comentarios como el
siguiente: «[los nuevos narradores] descubren el mundo fenomenológico del mundo
de los medios de comunicación, del cine, la música, el rock, etc. La juventud empieza a salir fuera,
lo cambia todo o casi todo»[13].
Siguiendo con
los críticos de la época que se mostraban optimistas a la hora de saludar la
existencia de una “nueva narrativa” española, o, incluso, demasiado optimistas,
conviene observar que en su discurso aparece reiteradamente la idea de la falta
de uniformidad en la producción literaria de aquel entonces. Veamos lo escrito
por José Antonio Aguado:
la salud de la
novela en lengua castellana es muy buena. Dos son los síntomas: la abundancia y
la diversidad. La
novela posterior a la dictadura huye como gato escaldado de las consignas
unificadoras de cualquier tipo de escuela, la individualidad es su lema. Al
terminar la uniformidad narrativa, los novelistas y los lectores beben un licor
literario de múltiples sabores, de tal modo que el crítico deja de ser un
catalogador de sabores para convertirse en un catador[14].
Hemos dejado para el final la opinión de otro crítico que
ha optado por la alegría moderada y la matización: «¿hay, pues, una nueva novela española? Hay novelas
españolas nuevas, de muy diversas constituciones»[15] se apresuraba a declarar en
1985 uno de los teóricos más importantes de la novelística española reciente,
Gonzalo Sobejano.
Evidentemente,
la exposición que realizamos aquí de los comentarios de los críticos españoles acerca
de la narrativa de la década de los 80 no pretende ser exhaustiva, no podría
serlo. Sin embargo, es evidente que la mayoría de las opiniones de la época
coinciden con las líneas ya señaladas: euforía moderada por la “aparición” de
una nueva promoción de autores, referencia a la multiplicidad de tendencias y
precaución por el creciente papel del marketing editorial en la consagración de
los novelistas. Como es natural, estos últimos no han quedado ajenos al debate
generado acerca de la existencia o no de una nueva generación de narradores,
por lo que nos parece pertinente hacer un alto en nuestro periplo por el
discurso de los críticos para dar la palabra a los creadores y escuchar lo que opinaron
al respecto.
En 1986, la
revista literaria El Urogallo (número
2, junio de 1986) organizó un debate con la participación de varios de los
jóvenes narradores de aquella época. El objetivo era precisamente plasmar la
idea que los propios autores tenían sobre “su” narrativa. En dicho encuentro
participaron Martínez de Pisón, Llamazares, Ferrero, Abad, Molina Temboury y Gándara.
Entre las múltiples opiniones que se escucharon en aquel debate, escogemos dos
que nos proporcionan respuestas a sendas cuestiones que hemos planteado anteriormente.
La primera es de Ferrero, cuya novela Bélver
Yin fue calificada en su tiempo por Sobejano de “metanovela”, precisamente,
a causa de esa apuesta del autor por una temática “exótica”, temática que, por otra
parte, parece ser una de la características más sobresalientes de la nueva
narrativa de los 80. Tiene interés observar cómo Ferrero, tras un inicial “yo”,
se escuda tras un “nosostros” casi generacional (influenciado quizás por el hecho
de que el debate se realizó en vivo con todos los participantes presentes):
yo pretendía
situar mi novela en un Oriente más o menos literario. [...] Nosotros hemos
crecido con el miedo al realismo que nos había precedido. Hay en todos una
pretensión de salir de las coordenadas habituales a los narradores precedentes.
Y, sin embargo, a algunos parece sorprenderles esa huida voluntaria, ese no
asumir la propia vida, ese despegarse que fue siempre la intención dominante de
la literatura europea.
La segunda
opinión procede de Llamazares y es relativa al interés mostrado por los
editores de la época en publicar obras de jóvenes escritores españoles:
no hay que ser
ingenuo. […] Después de la muerte de Franco se estuvo esperando que salieran
aquellas novelas que al parecer estaban escondidas en los cajones. Y de repente
se vio que no existían. Entonces es cuando los editores se dieron cuenta de que
quien tenía que responder a la estética de los años 80 eran los escritores que
estaban empezando a escribir en los años 80.
Cinco años más
tarde, entrada ya la década de los 90, Julio Llamazares volvía a ocuparse de la
“nueva novela española”, esta vez desde las páginas de El País, esto es, del diario que contribuyó como ningún otro a la consagración
de la mayoría de los autores de aquella hornada con la publicación de sus
cuentos y artículos de opinión. El autor de La
lluvia amarilla hablaba de un boom
que se podía tornar en boomerang:
Llevados por la
euforia, los editores publican cualquier texto que les cae entre las manos
(siempre, eso sí, que el autor de la novela sea joven y, a ser posible,
premiado), en las librerías se apilan en torres las novedades, los críticos
descubren un nuevo genio cada mañana (encantados de que, al fin, les hagan
caso), las autoridades políticas utilizan el fenómeno como propia propaganda y
los novelistas se dejan querer y escriben a toda máquina, conscientes todos de
que el momento es bueno y de que hay que aprovecharlo[16].
Es obvio que, con la llegada de los 90, los novelistas, al igual
que los críticos literarios, se sienten más consolidados y, por tanto, más atrevidos
a la hora de manifestar su recelo hacia la agrupación forzosa de la nueva
narrativa española, hecho que les permite tomar distancias con respecto a ella.
Llamazares,
por ejemplo, denunciaba este círculo vicioso –aunque él mismo formara parte de
esta cadena de producción– al igual que lo hacía, por la misma época, con su
habitual ironía un escritor que, aunque nacido en 1946 y estrenado en la década
de los 70, se ha relacionado en numerosas ocasiones con la nueva generación de
narradores de los 80. Se trata de J. J. Millás, quien opinaba lo siguiente con
respecto a lo que le había ocurrido a la novela española en los primeros años 80:
es a finales de
la década de los 70 y primeros años de la de los 80 cuando el escritor español,
consciente o inconscientemente, empieza a conectar con los intereses del
público lector. A partir de ahí el fenómeno crece y los editores comienzan a
buscar autores debajo de la cama[17].
En el mismo
número de la revista Leer , el ya académico
Muñoz Molina recomendaba paciencia a la hora de sacar conclusiones acerca de la
calidad de las obras editadas en aquel período: «lo que ha pasado de verdad
durante estos últimos años en la novela española puede que empiece a saberse
dentro de veinte años. […] La novela no tiene que ver ni con la música pop ni
con la invención de nuevos modelos de automóviles». Por último, Javier Marías, se
mostraba moderadamente optimista al declarar que
no parece que
importe mucho la calidad de lo escrito hoy en día, sino la mera producción, la
mera emisión de escritos. […] Dentro de diez años quedarán de este período no
más de cinco o seis novelas, o tal vez autores. […] Si se mira bien, es mucho:
los períodos más fértiles de la novela española nunca han dejado más. En lo que
se refiere a la narrativa, hay que suponer, por tanto, que estamos en la Edad
de Oro. Grave no apostar bien.
Basta una simple hojeada a las
páginas de los periódicos y las revistas especializadas para que uno se dé
cuenta de que, coincidiendo con el inicio de la década de los 90, el uso del membrete
de la “nueva narrativa española” empieza progresivamente a languidecer por una
razón bien sencilla: dicha narrativa ya no era tan “nueva”. Además, como
observaremos en las reseñas que citaremos a continuación, tampoco pervive en el
tiempo la noción de “grupo” en las críticas dedicadas a los libros de la etapa
de madurez de los cultivadores de la narrativa de los 80. Hemos notado, en los
comentarios ya citados, que en la década de los 80 la crítica especializada se
encontraba en una tesitura complicada a la hora de encontrar los ejes temáticos
comunes en las obras de los jóvenes narradores (el ya citado S. Sanz
Villanueva, por ejemplo, llegó a emplear un esquema de clasificación tan amplio
como dividir la novela última de los 80 en siete apartados: negra, histórica,
culturalista, intimista, experimental, erótica y... varia...) pero aun así se
refería a ellos como a un grupo con bastantes similitudes. Creemos que esta
actitud se debe a una triple incertidumbre: los propios escritores, aunque conscientes
de las diferencias estéticas que les separaban, no se atrevían, sabedores del
peso que han tenido las llamadas generaciones literarias en la confección del
canon literario español del siglo xx, a rechazar del todo la existencia de
dicho grupo porque temían que así se encontrarían al margen de los
acontecimientos y de la historia literaria. Lo mismo ocurría con los críticos
literarios; inseguros todavía de su poder mediático se refugiaban en recetas
del pasado –esto es, búsqueda de criterios unificadores– para referirse a la
producción literaria de su tiempo. Las casas editoriales, por último, y toda la
industria editorial, intentaban explotar el tirón que tenía el término
“generación literaria” entre el público lector aunque sabían muy bien que ya
poseían otras armas, más poderosas y efectivas, para promocionar su mercancia, es
decir, desembolsos cuantiosos en publicidad, numerosos premios literarios,
programación de “éxitos”, etc.
En España, a
principios de los 90, «parecía estar cancelándose, en casi todos los campos de la cultura
española, un largo y alborozado período de autoafirmación que se había aupado
sobre los vientos de cambio»[18], sostiene I.
Echevarría, uno de los críticos que más se ha ocupado de la literatura española
contemporánea. Finalizada la etapa de la euforia que había infundido el primer
período del gobierno socialista muchos hablaban también del final de una época
que concebía la “cultura como fiesta”. Todos ellos presagiaban el agotamiento
de una novela respaldada por el poder político y mediático. Sin embargo, tal
circunstancia no se produjo, en gran parte porque tanto los escritores como los
críticos literarios surgidos durante la primera etapa de la transición ya
representaban el poder literario y no necesitaban ni del Estado ni de los
medios para convertirse en lo que Harold Bloom llama “escritores fuertes”.
Veamos, con respecto al papel desempeñado por los críticos, una ácida
observación de Jordi Gracia acerca de su relación con las casas editoriales:
Algunos y
conocidos críticos o cronistas culturales (Juan Cruz, Antoni Munné, Enrique
Murillo, Constantino Bértolo, Ignacio Echevarría, Claudio López de Lamadrid,
Lilian Neuman) son, han sido –o serán– asesores y directores de importantes
editoriales (Alfaguara, Planeta, Plaza y Janés, Debate, Mondadori, Tusquets,
Anagrama) sin que el lector por lo general tenga noticia de ello, ni siquiera
cuando el comentario va referido a una obra publicada en la editorial a la que
el crítico asesora[19].
Uno de los
objetivos que nos hemos fijado al iniciar esta comunicación era seguir, hasta
nuestros días, el “rastro” de los componentes de dicho (supuesto) grupo o, al
menos, de sus representantes más sobresalientes, con el objetivo de dilucidar sobre
qué hubo de verdad y qué de ficción comercial en la invención de este membrete.
Es verdad que desde muy pronto, esto es, finales de la década de los 80,
incluso los críticos más despistados se habían dado cuenta de que no había una
temática o una estética común que atravesara la obra de los jóvenes narradores
de los 80. Es cierto que durante años varios de los miembros de dicha promoción
compartieron algunas características extraliterarias: muchos de ellos vivían en
Madrid, bastantes trabajaban como articulistas en el diario El País, algunos llegaron a ocupar
cargos públicos, como académicos, directores de sedes del Instituto Cervantes,
profesores universitarios, etc. Como es natural, a medida que pasaban los años
se perdían los pocos lazos que les unían al principio de sus carreras (ya las
revistas literarias habían dejado de convocarles a encuentros para debatir
temas literarios y generacionales, algunos se marcharon de Madrid para vivir en
el extranjero, etc.). No obstante, ya habían conseguido ganar lo que podíamos
llamar “el juego de las impresiones”, es decir, ya sus obras levantaban
expectativas y estaban en boca de los lectores antes incluso de que salieran al
mercado.
Hoy en día, la
inmensa mayoría de aquellos escritores no sólo sigue en activo sino que acapara
el interés del gran público. A unos veinticinco años de la aparición de sus
primeras obras, ya está claro lo que se barajaba en muchas reseñas de aquella
época: los integrantes de esa hornada de narradores no compartían ni temática
ni estética comunes (por mucho que se hubieran inventado etiquetas como
literatura light, exótica o
deshumanizada para englobarles a todos). A título de ejemplo hemos elegido a
tres de ellos para examinar brevemente tanto su trayectoria literaria como el
tratamiento que ésta ha tenido por parte de la crítica especializada. Se trata
de Jesús Ferrero (Zamora, 1952), Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) y Antonio
Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956). Los tres han nacido en localidades de la
provincia española durante los años 50 y han publicado sus primeras novelas en
la de los 80: Ferrero en 1981 la ya citada Bélver
Yin, Llamazares en 1985 Luna de lobos
y Muñoz Molina en 1986 Beatus Ille;
los tres, por último, han aparecido en multitud de artículos sobre la novela
española de los 80 como integrantes de un grupo tan cacareado pero, visto desde
la perspectiva que nos da el tiempo, jamás existido.
J. Ferrero,
aunque recientemente (2009) galardonado con el premio Anagrama de ensayo por su
libro Las
experiencias del deseo. Eros y misos, no ha conseguido
mantenerse en la primera línea de la actualidad literaria española, a pesar de
que en 1981, con su Bélver Yin,
marcó, en opinión de muchos críticos, la llegada de una nueva manera de
novelar, sorprendente,
espléndida y fascinante según algunos, light y distanciada de su entorno según otros. Desde
entonces, Ferrero ha creado una obra desigual, con algunas novelas muy conseguidas
(Las Trece Rosas) y otras no tanto. De
las reseñas dedicadas a sus libros, desaparecieron bastante temprano las
referencias a los jóvenes narradores de los 80 pese a que Ferrero ha sido un
escritor emblemático de dicha promoción, como lo demuestra su participación en
varios homenajes a la nueva narrativa de los 80, como p.e. los organizados por
las revistas El Urogallo (1986) o la Revista de Occidente (1989). En 1993, I.
Echevarría, desde las páginas de Babelia, en su reseña al Secreto de los dioses hacía hincapié en «las coordenadas literarias
y filosóficas de las que se nutre»[20] la obra del
autor (no en vano, Ferrero estudió en la Escuela de Altos Estudios
de París y se ha graduado en Historia Antigua referida al mundo griego). Siete
años más tarde, en 2000, José María Pozuelo Yvancos escribía en el suplemento
cultural del diario ABC, con motivo
de la aparición de otra novela de Ferrero, Juanelo
o el hombre nuevo, el siguiente elogioso comentario
Jesús Ferrero ha combinado en
esta novela diferentes géneros y tradiciones narrativas: la primera y más
evidente es la del mito de la criatura artificial, mito de arraigada
trayectoria en el imaginario humano y literario y que cruza todas las épocas,
desde la leyenda judía del golem, pasando por Pigmalión hasta Frankenstein o Blade Runner[21]
Esta misma alusión
a las influencias y las referencias intertextuales de la obra de Ferrero, a
mediados de los 80, habría despertado el recelo de los críticos literarios ante
lo que ellos consideraban como debilidades de la nueva narrativa de entonces: la
mezcla de géneros y la falta de contacto con la realidad circundante de la época. Pero está claro
que ya los tiempos habían cambiado, los críticos estaban más preparados para
aceptar la complejidad del fenómeno literario sin la necesidad de inventar
etiquetas para encasillar a los autores.
Al igual que
Ferrero, Julio Llamazares ha sido siempre incluido en la nómina de los
escritores de la joven narrativa española de los 80, aunque lo curioso es que
los mismos críticos que lo incluían en dicho grupo no dudaban en señalar que en su obra en general, y
particularmente en sus novelas Llamazares no cumplía con ninguno de los tópicos
que acompañaron la joven novelística española de los 80, esto es, la tendencia
a la evasión de la realidad circundante, la temática light o la recuperación del placer de narrar. Su obra está casi por
completo ambientada en las montañas de su tierra natal, León, llena de lirismo
y muy centrada en los problemas existenciales del ser humano. Por su parte,
como ya hemos visto, el escritor leonés bastante pronto, esto es, desde
principios de los 90, empezó a tomar distancias de aquel supuesto grupo. Si a esto sumamos que Llamazares fue y sigue siendo un autor
de ritmo pausado en la edición de sus libros en una época en la cual para un escritor
parece ser vital estar continuamente en los escaparates de las librerías,
entonces es fácil comprender por qué la crítica especializada hace casi dos
décadas que no hace mención a la joven narrativa de los 80 cada vez que para
bien, como en el caso de Escenas de cine
mudo, o para mal, como en el caso, a principios de este siglo, de El cielo de Madrid –su novela menos
lograda y, curiosamente, la única que no se desarrolla en León– se ocupa de sus
novelas.
Veamos lo que
apunta, con respecto a las características de su novelística, María José Obiol,
en una reseña con motivo de la publicación en 1994 de la tercera novela de
Llamazares, es decir Escenas de cine mudo:
en Escenas de cine mudo, se homenajea a la
memoria como ya sucedía con Luna de lobos
y La lluvia amarilla. El autor recrea
un mundo pasado que deviene en presente y perdurable al ser recordado. Si en la
primera un coro de voces masculinas –el de los maquis– recita, con ecos roncos
y alejados del mundo real, una vivencia marginal y en la segunda, el recuerdo
proviene del monólogo inquietante de un hombre único, última presencia en un
pueblo abandonado del Pirineo aragonés; en Escenas
de cine mudo, un narrador de memoria infantil deja constancia del pasado en
un poblado minero leonés. [...] Memoria recreada con la suavidad y la firmeza
de un escritor de letra adusta[22].
Caridad
Ravenet, por su parte, algunos años más tarde y en una valoración global de la
obra del escritor leonés, detecta ciertos rasgos de la novelística española de
los años 90 en la obra de Llamazares, pero se apresura a “proclamar” la
singularidad del autor:
La obra de
Julio Llamazares remite al deseo deliberado y obsesionado de hacer de la
memoria un puntal esencial. [...] El autor selecciona huellas y rastros del
pasado y los convierte en material novelístico con el posible deseo de
rectificar la memoria colectiva impuesta, de manera predominante, por la
dictadura de Franco. En este sentido, Llamazares no se distanciaría enormemente
de la muy asumida postura de la novelística española actual. Pero […] el truco está en la
manera en que se hace[23].
Antonio Muñoz
Molina es, en la actualidad, con creces el más consagrado de los autores que
empezaron a escribir narrativa en los años 80. Su carrera ha sido vertiginosa y
deslumbrante: académico desde 1996 (a sus 40 años), articulista de El País, director hasta 2006 de la sede
del Instituto Cervantes en Nueva York... Alguien podría decir que es un claro ejemplo
de lo que Fortes ha llamado con socarronería “intelectual del Estado”. Puede
que sea así, pero Muñoz Molina es al mismo tiempo autor de una obra sólida que
incluye 18 novelas, 8 libros de ensayo, 4 colecciones de artículos y un diario
de viaje. Al igual que en los casos de los dos escritores anteriores, a
mediados de los 80, Muñoz Molina fue asociado a la promoción de la nueva
narativa de aquella época, pronto, no obstante, los críticos se percataron de
su particular estilo literario y de la ideología que atravesaba su obra. A
continuación, “ilustramos” lo anteriormente apuntado, citando a un gran experto
en su obra, el granadino Andrés Soria:
Muñoz Molina
escoge con toda libertad la herencia ilustrada de lo público, la herencia
socialdemócrata del reformismo, de las ganancias históricas en la educación
[...] contra los creyentes en la mano invisible del mercado. [...] Antes de nada, la
conciencia democrática de Muñoz Molina deriva de una condición histórica,
incluso estrechamente cronológica, además de obedecer a una elección moral:
corresponde con exactitud a una generación de españoles que han considerado la
adquisición del estatuto constitucional de ciudadano, tras haber conocido el
horror y el final de la dictadura fascista, como el hecho más importante y
decisivo de su vida adulta[24].
Éste es precisamente, sin
lugar a dudas, el lazo más fuerte que une a los autores de la llamada “nueva
narrativa española de los 80” ,
es decir, el hecho de haber pasado su juventud bajo un régimen autoritario y de
haber vivido los tremendos cambios que trajo al país la llegada de la democracia. Pero
claro, este acontecimiento no ha creado una respuesta literaria homogénea por
parte de los jóvenes narradores de aquella época. Si la narrativa de Ferrero se
nutre de la antigüedad clásica y la de Llamazares de la recuperación de la memoria
colectiva, la de Muñoz Molina ,
en palabras de F. Valls
cuestiona unas
cuantas ideas que circulan en la sociedad española actual: la aceptación de la
violencia como algo natural e inevitable, el desprecio por los demás, la
celebración de la crueldad y el miedo del desvalido ante el poderoso. En suma, cómo
quienes provocan la violencia la sufren menos, en el fondo, que los que la
padecen[25].
En esta segunda
década del siglo xxi que estamos atravesando ya
no se habla de nuevas generaciones literarias. Se sigue por supuesto, más que
nunca, editando antologías de autores jóvenes o de una región determinada, etc.,
es decir, se siguen produciendo pequeños intentos de fragmentar y organizar el
fenómeno literario para así, supuestamente, hacerlo más accesible al público
lector, pero de generaciones nuevas que acapararán el interés de editoriales y
consumidores, no se dice nada. Y es que ya no hace falta lanzar una nueva promoción
de escritores para conseguir llegar al público. La mercadotecnia en el mundo
editorial ha evolucionado de manera vertiginosa, hasta tal punto que un
observador agudo como Vicente Luis Mora[26] sostenga que
la narrativa
española ha dejado de ser literatura para convertirse en mercado editorial. Y
su crítica, la crítica oficial, suplementaria, ha dejado de ser crítica
literaria, para convertirse [...] en propaganda. Añádanse los agentes literarios, y el
terrible poder de los distribuidores, y lo tenemos todo. Es una metáfora del
sistema inmobiliario nacional, con promotores de obras (los escritores),
inmobiliarias (editores), agentes (corredores de fincas), distribuidores
(Hacienda) y compradores, claro.
El sistema inmobiliario español,
al que alude V. L. Mora, hace tiempo que está atravesando una seria crisis,
crisis que por el contrario no parece haber tocado, de momento, la literatura
española, que por lo visto, si nos atenemos a las ventas, sigue ilusionando a
sus lectores, igual que hace 30 años cuando empezó el despegue de la narrativa
española actual. No obstante, es obvio que ya es hora de que cambie el papel de
la crítica, tanto universitaria como periodística, a la hora de acercarse a esta
narrativa. Ya no sirven generalizaciones y agrupaciones generacionistas, ya no
convence el discurso casi publicitario que muchos reseñistas adoptan para
alagar a determinados autores. El fenómeno literario es, afortunadamente, ya lo
hemos dicho, caótico y variopinto y como tal tiene que ser analizado al margen
del voluntarioso intento de la industria cultural de homogeneizarlo y de
prolongar un status quo inmovilista y
supuestamente rentable.
Comunicación presentada en Roma, en el marco del XVII Congreso Internacional de la AIH (julio de 2010)
[1] josé-carlos mainer, “El problema de las
generaciones en la literatura española contemporánea”, en Eugenio Bustos Tovar
(coord.), Actas del IV Congreso
Internacional de Hispanistas (1971), Salamanca, Universidad de Salamanca, 1982,
pp. 211-219.
[2] josé antonio fortes, Intelectuales de consumo. Literatura y cultura de Estado en España
(1982-2009), Jaén, Almuzara, 2010, p.21.
[3] luis
garcía jambrina, “Introducción” a La promoción poética de los 50, Madrid,
Espasa Colección Austral,
2000, pp. 15-69.
[4] ramón acín, Narrativa o consumo literario (1975-1987), Zaragoza, Universidad de Zaragoza, 1990, p. 91.
[5] ramón acín, “El comercio en la literatura: un difícil
matrimonio”, en Ínsula, nº 589-590, 1996, pp. 5-7.
[7] constantino bértolo, “Novela
y público”, en Georges Tyras, ed.,
Postmodernité et écriture narrative dans
l´Espagne contemporaine, Grenoble, CERHIUS, 1996, pp. 33-48.
[8] julio peñate,
“El superventas en el marco de la industria editorial. Un estudio empírico de
las listas de éxitos”, en José Manuel López de Abiada y Julio Peñate, eds., Éxito de ventas y calidad literaria,
Madrid, Verbum, 1996, pp. 53-94.
[10] santos sanz villanueva,
“La novela”, en Francisco Rico,
Dario Villanueva, eds., Historia y
crítica de la literatura española. Los
nuevos nombres: 1975-1990, Barcelona, Editorial Crítica, 1992, pp. 249-280.
[11] luis sánchez bardón, “Los nuevos
escritores, una generación sin rumbo fijo”, en Tiempo, nº 160, 3 de junio de 1985, pp. 92-94.
[12] rafael conte,
“Historia de la novela que nunca llegó a ser nueva”, en El País, 21 de julio de 1985.
[13] rafael conte, “Charla de
Rafael Conte”,
en Seis calas de la narrativa española
contemporánea, Alcalá de Henares, Fundación Colegio del Rey, 1989, pp.
12-19.
[15] gonzalo sobejano, “La novela poemática y sus alrededores”,
en Ínsula, nº 464-465, 1985, pp. 1 y
26.
[17] juan josé millás, “Teoría de una década: opinión de los autores”
(encuesta), en la revista
Leer , número 54,
julio de 1992.
[18] ignacio echevarría,
Trayecto. Un recorrido crítico por la
reciente narrativa española, Barcelona, Debate, 2005.
[21] josé maría pozuelo yvancos. 100 narradores españoles de hoy, Palencia, Ediciones Menoscuarto,
2010, pp. 116-117.
[23] caridad ravenet,
“Con la cámara
en la novela, o el enfoque de Julio Llamazares”, en Revista Hispánica Moderna, L, 1, junio de 1997, pp. 190-203.
[24] andrés soria olmedo, Una indagación incesante: la obra de Antonio
Muñoz Molina, Madrid, Alfaguara, 1999, p. 77.
[25] fernando valls, La realidad inventada. Análisis crítico de
la novela española actual, Barcelona, Crítica, 2003, p. 268.
[26] vicente luis mora, La luz nueva. Singularidades en la narrativa española actual,
Córdoba, Berenice, 2007, pp. 8-9.
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